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viernes, 22 de enero de 2021

El pintor neoclásico Agapito López San Román (Madrid, 1801- Valladolid, 1873)


La pintura neoclásica española no es ciertamente el capítulo más popular y conocido de la Historia del Arte patria. A grandes rasgos podemos señalar que el patriarca de este nuevo movimiento en España, el Neoclasicismo, en lo que respecta a pintura es Anton Rapahel Mengs (1728-1779), si bien al igual que le ocurre a otros maestros casi contemporáneos como Mariano Salvador Maella (1739-1819) o Francisco de Goya (1746-1828), ese estilo tan solo lo desarrollaron durante una parte de su vida puesto que anteriormente estuvieron bajo la influencia del Rococó. Neoclásicos puros podemos considerar ya a Vicente López Portaña (1772-1850), y al grupo conformado por José de Madrazo (1781-1859), José Aparicio (1770-1838) y Juan Antonio de Ribera (1779-1860), apodados “Los Davidianos” por la ascendencia artística que ejerció sobre los tres el genial Jacques Louis David (1748-1825), posiblemente la figura cumbre de la pintura neoclásica.

Las corrientes clasicistas del siglo XVIII, que pretendían un arte inspirado en la Antigüedad grecorromana, produjeron en realidad un largo camino de maduración y pretensiones que solo llegan a cuajar, en el caso pictórico, en la obra de David, quien logró despojar a la pintura de las herencias del barroco. Como ya hemos referido brevemente, este periodo de gestación y pretensión neoclásico, variable en toda Europa, discurre en España desde la llegada de Mengs hasta las primeras davidianas de Aparicio, Madrazo y Ribera, en los inicios del siglo XIX. Éste será el auténtico Neoclasicismo pictórico español, seguidor de los dictados de la escuela de David, culminación y logro de la corriente clasicista del siglo XVIII.

JOSÉ DE MADRAZO. La muerte de Viriato, jefe de los Lusitanos (1807). Museo Nacional del Prado, Madrid

JUAN ANTONIO DE RIBERA. Cincinato abandona el arado para dictar leyes a Roma (1806). Museo Nacional del Prado

Este periodo neoclásico de estirpe internacional se produjo en la Corte porque sus pintores pudieron ir a formarse a París con David, a beber en las fuentes neoclásicas más puras, a diferencia de los catalanes que, por falta de una información tan directa, no llegan a alcanzar una pintura de tal rotundidad neoclásica, adoleciendo de resabios del barroco clasicista y provincianismo. En cuanto a su duración, ocupa prácticamente el reinado de Fernando VII, prolongándose hasta mediados de siglo y aún más allá a la sombra del academicismo oficial.

Recientemente ha sido recuperada otra figura de relumbrón, el murciano Rafael Tegeo (1798-1856), gracias a la exposición que le dedicó en 2018 el Museo del Romanticismo y que estuvo comisariada por Asunción Cardona y el gran Carlos G. Navarro (@CarlosG_Navarro por si queréis seguirle en Twitter), a quien, por cierto, también debemos la exquisita exposición “Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideología y artes plásticas en España (1833-1931)”, que actualmente se puede visitar en el Museo del Prado.

Hoy vamos a hablar de un pintor escasamente conocido pero que por los testimonios que poseemos debió de ser una figura de cierta relevancia dentro del panorama pictórico del Neoclasicismo español, si bien muy por debajo de los pintores previamente citados. En contra suya también juega la escasez de obra conservada pues debió de destruir bastante tal y como veremos más adelante. El gran mérito de Agapito López de San Román (1801-1873), pues este es su nombre, fue el de resucitar la moribunda escuela pictórica vallisoletana desde su llegada a la Academia y Escuela de Bellas Artes en 1851. No estamos exagerando en absoluto puesto que la pintura, al igual que ocurrió con la escultura, casi se extinguió en la ciudad del Pisuerga durante prácticamente la primera mitad del siglo, pudiéndose considerar a López de San Román como el punto de partida de la pintura vallisoletana del siglo XIX y, sin duda, el pintor más destacado que residiera en la ciudad en lo que iba de siglo.

AGAPITO LÓPEZ SAN ROMÁN. Las Grietas del columpio (ca. 1830). Museo Nacional del Prado, Madrid

Agapito López San Román o Agapito López de San Román, como aparece escrito en otras ocasiones, nació en Madrid en 1801. Desde bien joven debió de sentir una marcada inclinación hacia la pintura que le llevó a ingresar en octubre de 1814 en la Real Academia de San Fernando, siendo discípulo del insigne Vicente López Portaña, uno de los mejores pintores españoles del siglo XIX, amén de Primer Pintor de Cámara de los reyes Fernando VII e Isabel II.

Deseoso de ampliar conocimientos, y completar y perfeccionar su formación marchó a Roma gracias a la pensión que por Real Orden de 24 de diciembre de 1815 le otorgó el rey Fernando VII. Allí se mantuvo pensionado entre 1816-1834 gracias a diversas prórrogas. En un principio la pensión era para tan solo tres años, a fin de que pudiera estudiar con la debida holgura, pero en 1820 el Soberano la prorrogó la pensión otros tres años en agradecimiento a la copia de un cuadro de Caravaggio que le había remitido.

Su entusiasmo por los ideales neoclásicos le llevó a adherirse completamente a ellos y a conocer en la Ciudad Eterna a los dos grandes escultores del momento, Antonio Canova (1757-1822) y Bertel Thorvaldsen (1770-1844). Asimismo, sintió profunda admiración por el pintor davidiano José Aparicio (1773-1838), con quien llegó a forjar una sólida amistad que se reflejó, por ejemplo, en la alegría y celebración casi como propia del éxito que obtuvo aquél al exponer en Roma su célebre Hambre de Madrid (1818). Años más tarde, el propio Agapito López San Román evocaba sus años de juventud en Roma: “Yo tenía aún menos años que tú cuando fui pensionado a Roma. ¡Qué tiempos aquellos! ¡Qué entusiasmados los nuestros! Me parece estar viendo a mi amigo el alicantino José Aparicio cuando fue llevado en triunfo por las calles de Roma, desde la Rotonda donde expuso su gran cuadro del Hambre de Madrid, sobre la tumba de Rafael… Ese cuadro del que ahora os burláis, era entonces una verdadera creación; era la síntesis del espíritu de los pueblos lanzando un grito de protesta contra el Imperio Napoleónico que los había subyugado. El cuadro del Hambre de Madrid es un cuadro grande, porque pinta, con los pocos medios de que entonces disponíamos, una escena conmovedora de la epopeya heroica española. La misma ignorancia de la forma que en él os choca, es su mayor mérito…”.

JOSÉ APARICIO. El hambre en Madrid (1818). Museo de Historia de Madrid

Como cualquier pensionado remitía obras a España para que éstas fueran evaluadas y se pudiera comprobar que iba progresando correctamente en su oficio. Así en 1829 envió al rey Fernando VI dos copias de pinturas de Rafael: La Galatea y La Madonna de Foligno que consiguieron el informe favorable del pintor Vicente Comancini y que, asimismo, le valieron la prórroga de la pensión por otros cuatro años, a la vez que se le ampliaba la asignación a 12.000 reales. Durante ese tiempo y alternando con las copias de obras célebres, ejecutó diversos cuadros originales, uno de historia, de gran tamaño, y otros de menores dimensiones con asuntos de costumbres inspirados en la antigüedad clásica, siendo los más notables Las griegas del Columpio (Museo de Bellas Artes de Córdoba) y Las griegas de los dados (Granada. Museo). Sus años en Italia, en los cuales tuvo tiempo para connaturalizarse y conocer a otros artistas españoles como Inocencio Borghini Pectorelli (1797-1867), Vicente Jimeno Carrá (1796-1857) y el pensionado extraordinario Agustín Jimeno Bartual (1798-1853), finalizaron en enero de 1835, momento en el que regresó a España.

Ya en Madrid presentó a la Real Academia de San Fernando varios cuadros de los que había pintado en Roma: Una escena de paisanos italianos que socorren y alimentan a un peregrino, y otro Saúl enfurecido contra su yerno David, lienzos que no podía dejar en la Academia porque los tenía ya comprometidos, por lo que ofreció hacer otro para la institución. Estos lienzos, en los que demostró su pericia, recabaron numerosos elogios y le valieron ser nombrado Académico de Mérito por la pintura de historia, y más tarde, al residir fuera de Madrid, corresponsal de la Academia. En 1838 aspiró a lograr la plaza de director del Estudio de Dibujo para niñas que mantenía la Academia, que había quedado vacante por fallecimiento de Ignacio Uranga (1790-18¿?), pero el puesto fue para el anteriormente citado Inocencio Borghini Pectorelli.

AGAPITO LÓPEZ SAN ROMÁN. Estudio del gladiador Borghese (1820). Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid

Permaneció en la Corte hasta 1842, año en que trasladó su residencia a Granada ya que el 18 de octubre fue nombrado Director de Pintura de la Academia de Bellas Artes de las Angustias. Dos años después fue nombrado vocal de la Comisión Provincial de Monumentos Históricos y Artísticos Granadina, en donde desempeñó importantes intervenciones, entre las que cabe destacar el proceso para evitar la completa demolición de la cartuja. En 1846 solicitó los honores de Director de Pintura de la de Madrid, pero su petición llegó tarde pues el aquel título ya había sido extinguido a consecuencia de las reformas de la Escuela Especial de Bellas Artes y de la propia Academia. En la ciudad de la Alhambra residió siete años hasta que en 1849 fue nombrado académico de número de la de Academia de La Coruña (que se creó por Real Orden de 27 de diciembre), comisionándosele, además, que proveyera de originales y estableciera las clases necesarias para una academia de esta categoría.

Su periplo gallego fue muy corto puesto que apenas un año y medio después, el 14 de abril de 1851, obtuvo a instancia suya una plaza de profesor en la Escuela de Bellas Artes de Valladolid, ciudad en que residió hasta su fallecimiento. Tomó posesión de la Cátedra de Colorido en 11 de mayo de 1851, dedicando a la enseñanza de jóvenes alumnos toda aquella experiencia que había acumulado durante su larga estancia en Italia y en sus viajes por España. Entre sus discípulos destacaron Miguel Jadraque (1840-1919), Salvador Seijas (1837-1913) y Luis Llanos (1843-1895), a quien debemos una emocionada semblanza de su maestro en su curioso libro de memorias La vida artística, en el cual, con estilo humorístico, describe la vida de los pintores pensionados y parte de su propia historia. En él, por ejemplo, rememora cuando en su juventud en Valpalencia, que así denomina a Valladolid, recuerda sus diálogos con San Román y dice “discurríamos horas y horas sobre el arte, sobre el paso, sobre Roma, que D. Agapito adoraba como se adora a una novia muerta”.

Su labor docente en la Escuela como profesor de Dibujo y Pintura hubo de combinarla con una activa participación en la vida artística vallisoletana puesto que llegó a desempeñar otras ocupaciones: en 1851 fue nombrado Académico de la Real de Bellas Artes de la Purísima de Valladolid, en 1853 Conservador y Restaurador -director- del Museo Provincial de Valladolid, y también Caballero de la Real Orden de Carlos III. Como Conservador del Museo, señala González Valladolid, “prestó excelentes servicios y estudió a fondo las principales obras, siendo el primero que designó por de Tyssens -esta asignación es incorrecta puesto que hoy se sabe fehacientemente que son obra del también pintor flamenco Thomas Willeboirts Bosschaert (1613-1654)-, los cuadros procedentes de Fuensaldaña, atribuidos de antiguo a Rubens, según consta en el Manual histórico y descriptivo de Valladolid, impreso el año 1861”. En 1854 fue nombrado vocal de la Junta Promotora de la Exposición Universal de París; en 1856 miembro de la Comisión Provincial de Monumentos de Valladolid y su vicepresidente; en 1859 profesor de Colorido y Composición de la misma Escuela. En 1860 el gobernador provincial le nombró vicepresidente de una comisión especial para redactar el catálogo monumental de la provincia de Valladolid. En 1861 fue elegido Vocal de la Junta diocesana, y en 1866 la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando le nombró académico correspondiente en Valladolid. Obtuvo la jubilación de su cátedra en 1871 después que hubiera quedado excedente de la misma por reforma en 1869.

AGAPITO LÓPEZ SAN ROMÁN. Las Griegas de los dados (ca. 1830). Museo Nacional del Prado, Valladolid

En sus últimos años de vida llegó a abandonar la práctica de la pintura, sintiendo decepción y frustración por su obra pictórica. Así nos lo transmite su discípulo Luis de Llanos: “Mira –me dijo de repente–, te voy a enseñar lo que nadie ha visto hace más de cincuenta años. ¿Ves, ves esos pingajos de tela medio podridos? –y me enseñaba un montón de andrajos de cuadros que sacaba a puñados de un viejo cofre y arrojaba por el suelo– ¿Ves estos despojos? pues ésta es mi gloria, ésta es mi carrera, ésta es mi vida entera.

Yo pinté un cuadro, un gran cuadro que hizo furor en Roma y que todos decían ser el primero del siglo.

Con él vine a España, precedido por mi fama. –Mis amigos me recibieron poco menos que en triunfo–. El cuadro se expuso en la Academia de San Fernando y un público inmenso vino a admirarlo. Mientras esto sucedía, yo me fui al Museo y me pasé cuatro horas viendo a Velázquez después de quince años de ausencia. No sé lo que pasó por mí, ni qué velo se me desgarró dentro, el caso es que cuando a la caída de la tarde me fui a la Academia y vi mi cuadro, miserable, fementido, más falso que el alma de Judas, con sus romanos de pega y sus horribles verdes y tierras de almagre, dominado por una desesperación inmensa, me arrojé hacia la tela y la deshice a navajazos hasta dejarla en la forma que ahora ves.

Desde aquel día no he vuelto a tocar un pincel. Cuando los restos de mi escasa fortuna se acabaron, un amigo influyente me dio el nombramiento de esta Academia, para que tuviese un pedazo de pan.

En Roma me dejé el corazón enterrado en una tumba querida; con el cuadro renuncié voluntariamente a la estupidez de mis contemporáneos. Sin ilusiones, sin dinero, sin esperanzas. ¿Qué hacer mejor que refugiarme en esta celda a llorar el tiempo perdido, por haberme alejado de la Naturaleza, sola y única frente de inagotable hermosura, y volver a ella con Homero y Horacio?”.

A pesar de todo sabemos que llegó a realizar, al menos, algunos retratos, como los de Fernando de Mendigutia o el arquitecto José Fernández Sierra. Asimismo, obtuvo ciertos reconocimientos, como la Medalla de Plata en la exposición castellana de 1859 por un pequeño cuadro original al óleo.

AGAPITO LÓPEZ SAN ROMÁN. El Peregrino (ca. 1815). Museo Nacional del Prado, Madrid

Se encontraba completamente desengañado de lo que en su juventud había tenido por ideario estético. Sus decepciones sirvieron para intentar que sus discípulos aceptaran los principios que él estimaba entonces como imprescindibles: el estudio de la forma, los grandes maestros y la propia Naturaleza. Enemigo declarado del realismo moderno, recomendaba a sus alumnos fidelidad a sus propias convicciones, corrección en el dibujo y sinceridad en sus ideales artísticos. Luis de Llanos recoge en su libro algunas de las muchas recomendaciones que hacía a sus discípulos: “Sin ideal no hay arte serio. Todas esas lindezas que hacéis ahora, milagros de color y otros excesos, van hoy por hoy tan desencaminadas, como nuestro clasicismo de pega. Todo el tiempo precioso que nosotros perdimos en echarnos encima sinnúmero de pesadas cadenas, módulos, reglas, recetas, preocupaciones académicas que nos sujetaron como las culebras al Laoconte, es el tiempo que vosotros perdéis en alejaros de todo estudio serio, en tanteos para producir efectos y ocular vuestra profunda ignorancia. Nosotros queríamos falsificar Grecia y Roma en pleno siglo XIX, a la manera que falsificara repúblicas e imperios la revolución francesa, sin tener en cuenta la historia de más de dieciocho siglos. Por eso todas nuestras creaciones eran falsas y frías, faltas de color y sentimiento (…) Nuestras composiciones resultaban heladas, yertas, estáticas, maldecidas, como en otras tantas estatuas de la mujer de Lot… Jamás falseéis nada. Si no tenéis idea no pintéis. Huid del plagio, estudiad la forma mucho, muchísimo con objeto de que la forma no os preocupe al querer expresar vuestros pensamientos y jamás, por ningún concepto, os metáis a pintar lo que no sintáis. Estudiad mucho los grandes maestros, pero contad que el libro más claro y mejor escrito que existe, y el cuadro sublime por excelencia es la Naturaleza misma. Lo que ella no os dé, nadie os lo dará”.

Don Agapito, que debió ser una persona de conversación amena, pulcro y atildado en su porte, murió en la capital castellana el 13 de septiembre de 1873, siendo enterrado “en el cementerio general provisional de la misma… D. Agapito López San Román, natural de Madrid, caballero de la Real y distinguida Orden de Carlos III, Profesor del Museo Provincial, de estado soltero, de edad de 72 años, hijo legítimo de D. Antonio y Dª Josefa. Vivía en la calle de la Constitución n.º 3 y falleció en este día a consecuencia de un ataque cerebral”. Previamente, el 9 de octubre de 1871 había dictado testamento ante Bernabé González Rioja.

De su obra poco podemos decir puesto que son escasas las pinturas que conforman actualmente su catálogo y, además, todas ellas pertenecen a su etapa romana. Así, tenemos El Peregrino (ca. 1815), el Estudio del gladiador Borghese (1820. Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid), Las Griegas de los dados (ca. 1830. Museo Nacional del Prado, Madrid), y Las griegas del columpio (ca. 1830. Museo Nacional del Prado, Madrid), esta última considerada su obra más icónica. La observación de todas ellas deja bien a las claras que se trataba de un dibujante correcto cuyo estilo bebía directamente de sus estudios clásicos. Como en otras ocasiones os solicito, si conociérais alguna obra suya más me encataría que me hiciérais partícipe de ella, y más en este caso en que su catálogo productivo es tan escaso.

 

BIBLIOGRAFÍA

ALMUIÑA FERNÁNDEZ, Celso (et. al.): Valladolid en el siglo XIX, Ateneo de Valladolid, Valladolid, 1985.

BRASAS EGIDO, José Carlos: La pintura del siglo XIX en Valladolid, Institución Cultural Simancas, Valladolid, 1982.

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NAVARRETE MARTÍNEZ, Esperanza: La Academia de Bellas Artes de San Fernando y la Pintura en la primera mitad del Siglo XIX, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1999.

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