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lunes, 3 de mayo de 2021

PATRIMONIO REENCONTRADO: El retablo de Nuestra Señora del Rosario de la primitiva iglesia de San Miguel Arcángel (1744-1763)

 

La desaparición, debida a los más diversos avatares históricos (cambios de gusto, guerras, desamortizaciones) y el trasiego secular, a la que se ha visto abocado buena parte del inmenso patrimonio que poseyeron las numerosas ermitas, iglesias, conventos y hospitales con los que contó Valladolid en siglos precedentes, unido a una profunda carencia documental, ha hecho que el conocimiento que tengamos sobre él sea bastante deficiente. Por suerte, en los últimos años este desconocimiento se ha ido paliando gracias a trabajos como El Arte en los Hospitales de Valladolid de Juan José Martín González o Patrimonio desconocido: conventos desaparecidos de Valladolid de María Antonia Fernández del Hoyo.

VENTURA PÉREZ. Dibujo de la iglesia parroquial de San Miguel Arcángel (hacia 1760-1774). Biblioteca Nacional de España, Madrid.

Sin embargo, donde la falta de documentación es más acuciante es en el caso de las iglesias desaparecidas. Tal es así que la mayor parte de los libros de cuentas o de fábrica de éstas se han perdido, conservándose tan solo algunos de los siglos XIX y XX. Recientemente ha merecido atención la primitiva parroquia de San Miguel, de la cual Luis Alberto Mingo y Jesús Urrea han logrado reconstruir tanto sus planos arquitectónicos como la disposición de parte de sus capillas, retablos y altares. Por contra, apenas sabemos nada de otros templos como los de San Antón, San Benito el Viejo, San Esteban (su parroquia la han ocupado dos iglesias hasta su extinción en 1941: la primitiva y desde 1775 el antiguo colegio jesuita de San Ambrosio que desde entonces pasó a denominarse “San Esteban el Real”. Un pavoroso incendio desatado en esta última iglesia el 27 de octubre de 1869 acabó con la práctica totalidad de sus bienes, tanto los que había heredado de su etapa jesuita, como los que llegaron procedentes del primitivo templo de San Esteban), San Ildefonso, San Juan Bautista (la parroquia la han ocupado sucesivamente tres templos: la iglesia regentada por los templarios, la conventual de Belén y la actual realizada ya en el siglo XX), San Julián y Santa Basilisa o San Nicolás (su parroquia la han ocupado tres iglesias a lo largo de la historia: la mandada levantar por el conde Ansúrez, la construida en el siglo XVI y la actual, el antiguo templo del Convento de Trinitarios Descalzos). De todos ellas no tenemos más que datos parciales y sueltos referentes a la construcción de sus fábricas, o de las obras de escultura, pintura, retablística y platería que albergaron, y eso en el mejor de los casos. Para el conocimiento de todas ellas la fuente primordial son, además de los archivos –fundamentalmente el Archivo Diocesano y el Archivo Histórico Provincial– y los dibujos que de sus fachadas pintara Ventura Pérez, los diferentes escritos realizados por Juan Antolínez de Burgos, Manuel Canesi, Ventura Pérez, Francisco Merino y Gallardo, Casimiro González García-Valladolid, Pedro Alcántara Basanta, o José Martí y Monsó, entre otros muchos; e incluso el Inventario artístico de Valladolid, que fue el primer intento sistematizado de catalogación de las obras de arte que albergaba cada edificio, si bien por entonces ya habían desaparecido la mayoría de estos templos.

Aunque la mayor parte de los retablos, esculturas y pinturas que contuvieron estas iglesias se destruyeron, o bien se encuentran en paradero desconocido, hubo una parte significativa que pasó a otros templos o conventos de la ciudad. Quizás el caso más conocido sea el del retablo del Santo Sepulcro que fabricaron entre 1719-1720 los ensambladores Juan (1660-1732) y Pedro Correas (1689-1756) para el Hospital de la Resurrección y que, tras el derribo de éste, se trasladó a la iglesia de Santa María Magdalena. El presente artículo versa sobre uno de los retablos que alhajaron el interior de la primitiva iglesia de San Miguel, concretamente el que fabricó la Cofradía de Nuestra Señora del Rosario para dar culto a su virgen titular, y que como veremos fue uno de los pocos, si no el único, que se salvó de la desaparición.

 

HISTORIA CONSTRUCTIVA DEL RETABLO

El retablo que la Cofradía de Nuestra Señora del Rosario de la iglesia de San Miguel construyó en el primitivo templo resulta ser el conservado en el lado de la epístola del crucero de la actual parroquia de San Miguel y San Julián, aquel al que el Catálogo Monumental de Valladolid se refirió como “Retablo rococó, similar al del otro lado del crucero. Contiene esculturas pequeñas del mismo siglo XVIII: Inmaculada, Santo Domingo de Guzmán, San Francisco de Asís y San Miguel”. En origen, la cofradía dispuso su retablo en la pared del lado del evangelio de la primitiva iglesia, lugar que ocupó muy poco tiempo puesto que, fabricado en dos fases entre 1744-1763, en 1775 se trasladó al nuevo templo parroquial.

JUAN SACO Y JUAN OBISPO. Retablo de Nuestra Señora del Rosario (1744-1763). Iglesia de San Miguel, San Julián y Santa Basilisa, Valladolid

La devoción al Rosario, que según el diccionario es el “rezo de la Iglesia en que se conmemoran los quince misterios principales de la vida de Cristo y de la Virgen, recitando después de cada uno un Padre Nuestro, diez Avemarías y un gloriapatris”, parte de Santo Domingo, y por extensión de la Orden de Predicadores. Dice la leyenda que estando Santo Domingo en 1210 en la ciudad francesa de Albi tuvo una aparición en la que vio a la Virgen ofreciéndole un rosario, “que él llamó “corona de rosas de Nuestra Señora”, como medio de vencer la herejía albigense”. La popularización del culto a la Virgen del Rosario tuvo lugar con la creación de las Cofradías del Rosario, siendo la primera de ellas la fundada en 1470 en la ciudad de Douai (Francia). Relata Díaz y Vaquero que la plasmación artística de la Virgen del Rosario surge de la tipología de la Virgen protectora, a lo que añade Réau que la devoción de la Virgen del Rosario está muy vinculada con el culto a la Virgen de Misericordia del cual, en ciertos aspectos, no es más que una prolongación”.

Como ya hemos referido, el retablo fue uno de los pocos objetos muebles que se transfirieron a la nueva iglesia, que hasta entonces había sido la del colegio jesuita de San Ignacio. La expulsión de los jesuitas de España ordenada por el rey Carlos III en 1767 conllevó la supresión de estos colegios, cuyos templos sirvieron para acoger parroquias cercanas que tenían sus fábricas viejas o en mal estado. Según la cédula despachada por Carlos III el 22 de agosto de 1769 las parroquias de San Miguel y de San Julián quedaban fusionadas en el citado colegio de San Ignacio. Esta mudanza forzosa se dilató bastante puesto que, según relata Ventura Pérez, hasta el 11 de noviembre de 1775 no se verificó el traslado solemne de las imágenes de mayor importancia devocional al nuevo templo. Entre dichas efigies se encontraba la Virgen del Rosario: “Salieron de San Miguel, el santo delante, después Nuestra Señora del Rosario y detrás la de la Cerca, y la última la de la Esperanza”. Es de suponer que la transferencia de obras a la nueva parroquia se ejecutó en varias fases desde la segunda mitad del año 1775 y hasta poco antes de la demolición del antiguo templo a mediados de septiembre de 1777. En el lapso de tiempo que transcurrió entre estos dos años Rafael Floranes acertó ya a ver a la Virgen del Rosario en su emplazamiento actual, si bien todavía no se había trasladado su retablo puesto que señala que “al lado de la epístola 1º altar San Ignacio. Sigue en la misma el de Nuestra Señora del Rosario sin retablo, con dosel de terciopelo encarnado”. Asimismo, el historiador indica que el altar tenía una tarjeta con la siguiente inscripción: “Altar perpetuo de ánima concedida por Nuestro Santo Padre Benedicto XIV para los hermanos de Nuestra Señora del Rosario diciéndose misa en él los viernes de cada semana”.

La pista clave para la identificación del retablo ha sido un grabado conservado en el archivo documental de la parroquia. En él se observa claramente que el retablo de Nuestra Señora del Rosario es el que acabamos de referir que ocupa el lado de la epístola del crucero junto al colateral de San Ignacio. El grabado, realizado en 1808, nos muestra el retablo con evidentes desproporciones con respecto a la realidad, sin duda debidas a la falta de talento del maestro que lo ejecutó. Asimismo, se observa que el artista se ha tomado ciertas licencias como la supresión de la mayor parte de la decoración. Quizás este hecho tenga que ver con la fecha en la que se ejecutó el retablo, momento en el que el Neoclasicismo era la corriente imperante, lo que implicaba un desprecio hacia el barroco y su ornamentación.

ANÓNIMO. Grabado del retablo de Nuestra Señora del Rosario (1808). Iglesia de San Miguel, San Julián y Santa Basilisa, Valladolid

La historia constructiva del retablo (1744-1763) comienza el 23 de agosto de 1744 cuando la Hermandad de Nuestra Señora del Rosario encarga su ejecución al ensamblador Juan Saco (1719-1781), de quien salió por fiador el escultor y tallista Pedro Bahamonde (1707-1748). Previamente, Bahamonde había diseñado la “planta, traza y condiciones con las cuales se había de fabricar y sentar un retablo en dicha iglesia en que se colocase la imagen de Nuestra Señora del Rosario de la referida Hermandad”. Una vez que se sacó la obra a subasta, Bahamonde se obligó a ejecutar el retablo según su traza y condiciones por 200 ducados de vellón (= 2.200 reales). Tras una serie de bajas se quedó con la obra Saco, que se comprometió a construirlo por 1.500 reales, teniendo que tenerlo asentado para comienzos del mes de febrero de 1745. Firmaron la escritura como testigos el ensamblador Juan Obispo (1709-d.1762) y el platero Juan Fernández Yáñez de la Vega.

Tras la construcción del retablo la economía de la Hermandad debió de quedar muy maltrecha, de suerte que tuvo que esperar hasta el 31 de julio de 1751 para poder afrontar su dorado, tarea de la que se ocupó el maestro pintor y dorador Mateo Prieto (1722-1772), quien se ajustó con los hermanos mayores de la cofradía –uno de los cuales era el escultor y tallista Juan Antonio Argüelles (h.1715-h.1775)– y con otros comisarios nombrados para tal efecto –entre los cuales figuraban los ensambladores Juan Saco (autor del retablo) y Juan Obispo (futuro reformador del retablo)– para “dorar el retablo de Nuestra Señora del Rosario que se halla sito en dicha parroquia y en el costado del lado del evangelio perteneciente a dicha hermandad”. Las condiciones con las que se debía de efectuar el dorado habían sido redactadas por Joseph Mayo “maestro de dicho arte”. Prieto comenzaría su labor “dentro de ocho días después del contrato”, teniéndola que tener finiquitada para el 8 de diciembre de ese mismo año. Por el trabajo de “dorar todo el retablo, estofarle y pintarlo que contiene dicha condiciones y pabellón que nominado oro fino y pinturas de colores comunes” percibiría 3.000 reales, cantidad en la que estaba incluida la realización de dos nuevos ángeles con “paños naturales con sus orillas de oro a imitación de los de la antigua”.

Ignoramos si es que el retablo tuvo algún percance, o simplemente no gustó su aspecto, pero el caso es que el 18 de abril de 1762 la cofradía se concertó con el ensamblador Juan Obispo, fiado por su compañero de oficio Bernardo Hernández, para “la obra de ensanche y compostura del retablo de Nuestra Señora del Rosario (…), y la hechura y asiento de una mesa de altar a la romana”. Obispo, que debía de ajustarse a la traza diseñada por Antonio Bahamonde (1731-1783), percibiría por su ejecución 1.650 reales de vellón, teniendo que tenerla finalizada para el último día del mes de julio “a vista y declaración de peritos que de una y otra parte se han de nombrar, y tercero en discordia para que manifiesten si he cumplido o no con esta obligación, y lo que resultase defectuoso por culpa mía, lo he de corregir y enmendar a mi costa”. La obra a realizar en el retablo era la siguiente: se había de serrar “por el medio” para añadir “tres pies de ancho y a correspondencia el alto acomodando lo más que se pueda de dicha obra dorada”; la hornacina de la Virgen se ensancharía dos tercias y se advierte que de la parte de atrás del retablo se ha de hacer una escalera para que se pueda subir al trono de Nuestra Señora”. Por su parte, el friso de la jamba de la Virgen se ha de poner de modo que se pueda abrir y cerrar”; y, finalmente, en el ático se debía de añadir un cuerpo de cinco pies que “vaya jugando con dicho cerramiento adornándole en la misma conformación que está el retablo y la tarjeta que hoy tiene dicho retablo se ha de colocar encima del cerramiento que se haga nuevo”. Además de todo ello, Obispo tendría que fabricar una mesa de altar a la romana de “once pies y el ancho correspondiente según demuestra la traza y en un costado de dicha mesa se ha de hacer una puertecilla que se pueda entrar al trono de Nuestra Señora”.

La obra se finalizó según los plazos previstos y seguidamente Antonio Bahamonde, perito nombrado de conformidad por ambas partes y autor del proyecto, pasó a reconocerla. Su veredicto fue desfavorable puesto que: “notó diferentes defectos de corta entidad de que puso nómina, y posteriormente declaración judicial a instancia de los notados hermano mayor y comisarios y sin embargo de que para este acto prestaron su consentimiento y por lo mismo pararles notorio perjuicio y no le poder reclamar experimentamos la novedad de haber ocurrido los susodichos ante el señor alcalde mayor de esta nominada ciudad pretendiendo se nos apremie a la ejecución y composición de otros reparos y piezas que suponen defectuosos de una infundamental acción se nos ha comunicado traslado y para responder a él e introducir las defensas que nos convengan”.

Tal fue así que el 11 de septiembre de 1762 Obispo y Hernández dieron poder a los procuradores Félix Rodríguez Gago y Francisco Bachiller para que en su nombre parecieran ante los tribunales competentes y “con relación de lo que llevamos manifestado pidan se desestime y desprecie la pretensión de los enunciados hermano mayor y comisarios que se esté y pase por la declaración del notado Antonio Bahamonde condene en costas, daños y perjuicios ocasionados y que se nos causasen a los susodichos por la temeridad con que proceden”.

Desconocemos el veredicto final de la justicia. Sea como fuere, unos meses después se procedió al dorado del retablo una vez ya reformado. Así, el 18 de marzo de 1763 la Hermandad se ajustó con el pintor y dorador Manuel de Urosa (1720-d.1780) para realizar “la obra del dorado, que se ha de hacer de todo lo añadido y saltones, que tenga el retablo de Nuestra Señora del Rosario”. Urosa, que percibiría 2.250 reales de vellón por su trabajo, debía de ejecutar la obra según “las condiciones que a este fin dispuso y firmó Joseph Miguel maestro del mismo arte y vecino de ella”, teniendo que estar finalizada para el último día del mes de abril.

 

DESCRIPCIÓN DEL RETABLO

El resultado fue un retablo rococó de traza muy movida tanto en planta como en alzado, de suerte que la planta marca un juego de curvas y contra curvas. El retablo se estructura en banco, cuerpo con una sola calle y dos entrecalles, y ático muy desarrollado. El cuerpo principal se sustenta por cuatro columnas de orden compuesto y con el fuste estriado y decorado con elementos vegetales estilizados. Las dos columnas centrales, así como los trozos de entablamento que van sobre ellas y sus ménsulas, están colocadas en esviaje, proporcionando un juego de curva y contra curva que da al retablo un aspecto alabeado. La hornacina central queda enmarcada por otras dos columnas idénticas, aunque de menor tamaño, que a su vez sujetan un arco apuntado que se incrusta en el ático. En su parte baja dos ángeles alados en ademán de haber portado algún atributo. Por su parte, las hornacinas laterales tienen escasa profundidad, siendo apenas unos simples marcos compuestos a partir de dos sencillas pilastras que sujetan un arco de medio punto con decoraciones mixtilíneas y vegetales. Finalmente, el ático se compone de un gran cuerpo central flanqueado por sendas volutas que permiten salvar la anchura entre el cuerpo principal del retablo y el ático. En el centro figura una hornacina con la parte superior avenerada, y encima de ésta un frontón curvo partido, en cuyos extremos campean ángeles con las palmas del martirio. En la parte central el retablo remata en una airosa peineta de caprichosas formas vegetales que contiene un anagrama de la Virgen: “A.M.”. Toda la superficie del mueble va decorada con festones de frutas, ornamentaciones vegetales y geométricas e incluso pseudorocallas.

Reconstrucción virtual del retablo de Nuestra Señora del Rosario

Originariamente el retablo estuvo compuesto por una escultura de bastidor de la Virgen del Rosario en la hornacina principal, Santo Domingo y ¿San Pedro Regalado? en las laterales, y en el ático San Miguel venciendo al demonio. La presencia de cada una de estas imágenes tiene su razón de ser. Así, Santo Domingo fue el principal predicador del rezo del Rosario, oración que según la leyenda le fue enseñada por la propia Virgen. Por su parte, San Pedro Regalado (el catálogo monumental lo identificó erróneamente con San Francisco de Asís), por entonces beato, era la figura religiosa más relevante de la urbe, y además estaba a punto de ser canonizado (1746) y de ser proclamado patrono de la ciudad (1747). Finalmente, la inclusión de San Miguel en el ático se debería a que se trataba del titular de la iglesia en el que estaba radicada la cofradía. Desconocemos el momento en el que se desplazó a la Virgen del Rosario de su retablo, así como la identidad de la efigie que la sustituyó. Cuando se redactó el Catálogo Monumental de Valladolid su lugar lo ocupaba una Inmaculada, y con posterioridad la Virgen del Desconsuelo, realizada en 1979 por Ángel Trapote, devoción mariana encargada por la Cofradía de la Soledad de Logroño que tras procesionar durante tan solo una Semana Santa fue devuelta al escultor y desde entonces su familia la cedió la iglesia de San Miguel. No estaría nada mal que alguna cofradía local pudiera alumbrarla pues es una talla ciertamente interesante y su autor uno de los mejores escultores vallisoletanos del siglo XX.

ÁNGEL TRAPOTE. Nuestra Señora del Desconsuelo (1979). Iglesia de San Miguel, San Julián y Santa Basilisa, Valladolid

La Virgen del Rosario es una imagen de bastidor que tan solo tiene talladas la cabeza y las manos. Se encuentra muy dañada, tal es así que le falta un ojo, exhibe numerosas rozaduras en el rostro y está manca del brazo izquierdo. Gracias al grabado sabemos que en su mano izquierda sujetaba a un Niño Jesús que también iba vestido, realizaba un gesto de bendición con una mano, y agarraba un orbe terráqueo con la otra. Es probable que este Niño (35 x 16 cm), despojado de cualquier vestimenta y atributo, sea uno que se conserva, al igual que la Virgen, en el relicario de la iglesia. Sin embargo, hay que puntualizar que el Niño original parece no haberse conservado, sino que es probable que fuera sustituido por otro de similares características tallado en la misma época en la que se afrontó la construcción del retablo, es decir entre 1744-1745.

JOSÉ DE ROZAS (atrib.). Nuestra Señora del Rosario (fnales del siglo XVII). Iglesia de San Miguel, San Julián y Santa Basilisa, Valladolid
ANÓNIMO VALLISOLETANO. Niño Jesús (mediados del siglo XVIII). Iglesia de San Miguel, San Julián y Santa Basilisa, Valladolid

Con toda la prudencia queremos asignar la ejecución de la Virgen a José de Rozas (1662-1725), uno de los escultores más descollantes del foco vallisoletano de finales del siglo XVII y comienzos del XVIII. Así, tanto el gesto melancólico e indolente como los rasgos faciales (ojos almendrados, nariz estrecha y alargada, boca pequeña, surco nasolabial y mentón muy marcados, etc.) concuerdan con los de algunas de sus esculturas, como por ejemplo con los dos Ángeles que talló en 1696 para el paso procesional del Santo Sepulcro de la Cofradía Penitencial de Nuestra Señora de las Angustias. A las razones puramente formales hemos de añadir el hecho de que el escultor fue toda su vida parroquiano de la iglesia de San Miguel (desde el bautizo hasta el entierro), y que trabajó para ella realizando “un poco de escultura en el altar de San Cayetano”. La Virgen viste a la moda Austria de finales del siglo XVI, como reina, en este caso reina del santo rosario. Luce saya, jubón o basquiña del que le cuelga un rosario de madera con incrustaciones de taracea y nácar, y un velo que le cubre la cabeza. El rostro va enmarcado por un riquísimo rostriño cuajado de piedras preciosas de diferentes colores, y la cabeza tocada por una gran corona imperial.

JOSÉ DE ROZAS. Ángel del Santo Sepulcro (1696). Museo Nacional de Escultura, Valladolid

Santo Domingo de Guzmán, cuyo nombre figura escrito en la peana, es representado con el típico hábito dominico empuñando en su mano derecha una vara rematada por la cruz flordelisada de la Orden de Predicadores, mientras que con la izquierda sujeta un libro que alude a su carácter de fundador de la Orden. A sus pies se postra un perro con la antorcha encendida que hace referencia al apodo de los dominicos: “Domini Canis” (los perros del señor). ¿San Pedro Regalado?, aparece en una posición estática, con la mirada elevada como si estuviera recibiendo una revelación por parte de la divinidad que se apresta a plasmar con la pluma en el libro. Aunque la representación del santo como escritor no es la más frecuente tampoco es extraña, un ejemplo lo tenemos en la escultura conservada en la capilla del Palacio Real de Valladolid. Viste hábito franciscano ceñido a la cintura por un cíngulo del que penden una serie de nudos. Los pies van calzados por las típicas sandalias de la orden.

PEDRO CORREAS (atrib.). Santo Domingo de Guzmán (ca. 1744). Iglesia de San Miguel, San Julián y Santa Basilisa, Valladolid
PEDRO CORREAS (atrib.). ¿San Pedro Regalado? (ca. 1744). Iglesia de San Miguel, San Julián y Santa Basilisa, Valladolid

Finalmente, San Miguel figura derrotando al demonio. La escultura es un remedo del San Miguel (1736) que esculpiera Alejandro Carnicero (1693-1756) para el Hospital homónimo de Nava del Rey (Valladolid). Con posterioridad este modelo gozó de gran éxito en la mitad sur de la actual comunidad de Castilla y León (Valladolid, Salamanca y Ávila) y en Madrid, siendo algunos de sus más felices cultivadores Luis Salvador Carmona (1708-1767) y Felipe Espinabete (1719-1799). La similitud con la imagen de Carnicero es tal que incluso el anónimo artífice intenta copiar la curiosa forma “arrocallada” del escudo que ase con la mano izquierda, y en cuyo centro figura el anagrama “QSD” (Quis sicut Deus?. “¿Quién como Dios?”). El santo ha sido captado en una posición inestable y plenamente barroca dada la captación del justo instante en el que el Arcángel se apresta a dar el golpe de gracia con la espada al demonio, al cual pisa con uno de sus pies mientras que el otro lo mantiene en el aire. Lucifer, de espantoso aspecto y cola de reptil está tirado en el suelo, girando el rostro para ver como San Miguel acaba con él.

PEDRO CORREAS (atrib.). San Miguel Arcángel (ca. 1744). Iglesia de San Miguel, San Julián y Santa Basilisa, Valladolid
ALEJANDRO CARNICERO. San Miguel venciendo al demonio (1736). Iglesia de San Miguel, San Julián y Santa Basilisa, Valladolid

Estas tres imágenes parecen poseer un mismo estilo como así se observa tanto en los rasgos faciales (ojos almendrados de gran tamaño, nariz prominente, boca pequeña), como en la utilización de un paño rígido que se asemeja al pliegue a cuchillo, pero cuyos bordes no están tan aristados, sino que poseen unas redondeces que parecen preludiar el característico drapeado serpenteante del rococó. Con toda seguridad fueron talladas al mismo tiempo que se construía el retablo, es decir entre 1744-1745. Por estos años la nómina de escultores que trabajaban en la ciudad no era muy elevada: Pedro Correas (1689-1752), Pedro de Sierra (1702-1760/1761), Pedro Bahamonde (1707-1748), José Fernández (1713-1783) y Juan Antonio Argüelles (h.1715-h.1766/1777). A estos se podrían añadir Andrés Carballo (h.1720-1792), Juan Macías (1721-1801), y Juan López (1726-1801), los cuales quizás no se habrían establecido todavía como maestros independientes. Conociendo el estilo de la práctica totalidad de ellos, el de unos mejor que el de otros, y con la excepción del de Andrés Carballo, del que no conocemos ninguna obra, las características formales de estas esculturas parecen acercarse más al de Pedro Correas, como así puede comprobarse al comparar los rostros del Regalado y de San Miguel con los de algunas de sus esculturas, caso de las de los retablos mayores de la iglesia de San Andrés de Valladolid y del Monasterio de Nuestra Señora de Valbuena de Duero (Valladolid). Por todo ello creemos procedente atribuir a Correas estas tres imágenes, aunque con toda la prudencia dado que la efigie de Santo Domingo parece escapar un poco a su estilo en detalles como la finura con la que están compuestos los mechones que configuran la barba y el cabello.

PEDRO CORREAS. Virgen de la Asunción (segundo cuarto del siglo XVIII). Monasterio de Santa María de Valbuena, San Bernardo (Valladolid)

BIBLIOGRAFÍA

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RÉAU, Louis: Iconografía de la Biblia. Nuevo Testamento, Ediciones del Serbal, Barcelona, 2000.

1 comentario:

  1. La lectura asidua de la Sagrada Escritura acompañada por la oración permite ese íntimo diálogo en el que, a través de la lectura, se escucha a Dios que habla, y a través de la oración, se le responde con una confiada apertura del corazón… No https://noticiasdelalin.es/tipo-de-cambio-incierto/

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