lunes, 17 de enero de 2022

Novedades biográficas y nuevas atribuciones al escultor Pedro de Ávila (1678-1755). Parte II

 

Sin más dilación continuamos presentando una serie de obras atribuidas a Pedro de Ávila. Si quieres ver la primera parte lo puedes hacer pulsando AQUÍ. He localizado muchas más de las que aquí se incluyen pero necesitan de un estudio adecuado antes de darlas a conocer ya sea en este blog o en un artículo para una revista científica.


Inmaculada Concepción (ca. 1714-1739). Galería de Arte Hispánico. Madrid

Desconocemos la procedencia de esta fantástica imagen de la Inmaculada Concepción (135 cm) que se encuentra a la venta en la madrileña Galería de Arte Hispánico. A pesar de que la asignación a Ávila está fuera de toda duda lo primero que hay que señalar es que se aparta ligeramente del prototipo que ideó y del que nos dejó diversos ejemplares conservados en el Oratorio de San Felipe Neri, en la fachada del ex Monasterio de las Comendadoras de Santa Cruz, en el Convento de la Concepción de Logroño (procedente de las Concepcionistas de Fuensaldaña), en la parroquial de La Cistérniga, y en la iglesia de San Francisco de Orense. Este prototipo de elaboración propia se caracteriza, teniendo en cuenta ligeras variaciones, por aparecen la Virgen de pie sobre un trono formado por tres cabezas aladas de serafines. Su disposición es asimétrica pues adelanta la pierna izquierda e impulsa los brazos a ese mismo lado para unir las manos en oración, pero sin llegar a tocarse. Por su parte, baja ligeramente la cabeza, inclinándola hacia la derecha. Las prendas están completamente facetadas por los pliegues a cuchillo y poseen una policromía plana (túnica blanca y manto azul), en el que puede aparecer algún motivo en los bordes. Las otras dos Inmaculadas que conocemos de su mano se apartan ligeramente de este modelo: la del Monasterio de Santa Brígida y la del Seminario Diocesano, probablemente procedente de la iglesia de Santiago Apóstol de Valladolid. Es precisamente esta última la que más se acerca a la Virgen que nos concierne puesto que ya no desvía las manos hacia la izquierda para unirlas en oración, sino que se lleva la mano derecha al pecho mientras que con la otra realiza un gesto declamatorio.

Inmaculada Concepción (ca.1714-1739). Galería Arte Hispánico, Madrid. Fotografías obtenidas de su web y RRSS

Si para el “modelo avilesino” señalamos que el origen se hallaría en determinadas Inmaculadas que pudo conocer en Madrid y apuntamos las coincidencias que poseía con determinados ejemplares andaluces (por ejemplo “La cieguecita” que Juan Martínez Montañés talló en 1630 para la catedral de Sevilla; asimismo, con las Inmaculadas de Cano y Mena comparte el ensanchamiento producido a la altura del abdomen) y napolitanos (véanse algunos ejemplares de Giacomo Colombo); para este modelo alternativo de Inmaculada que conforman los ejemplares del Seminario y de la Galería de Arte Hispánico, pero preferentemente para este último, creemos que Ávila también se pudo inspirar en alguna escultura existente en Madrid, pero de la que desconocemos su existencia. Vamos a intentar explicarnos, la Inmaculada que nos concierne posee un enorme parecido con el modelo propugnado por el escultor luso Manuel Pereira (1588-1683), el gran maestro del foco madrileño durante el siglo XVII. Nuestra idea es que bien pudo haber conocido Ávila alguna Inmaculada del maestro portugués en su hipotético viaje a Madrid, sin embargo, actualmente no tenemos registrado ningún ejemplar tallado por Pereira en la Villa y Corte, si bien hay altas posibilidades de que ese hipotético ejemplar desapareciera durante la Guerra de la Independencia (1808-1814) o durante la Guerra Civil (1936-1939), acontecimientos que mermaron notablemente el patrimonio de la ciudad. De Pereira se tienen documentadas dos imágenes de la Inmaculada, una conservada, la del convento de las Agustinas Recoletas de Pamplona (1651), y otra desaparecida que talló para la localidad de Sonseca en 1655. Señala Sánchez Guzmán que esta tipología utilizada por el luso “es imagen que adelanta el modelo desarrollado por Carreño más de diez años después. No obstante, para entender la imagen de Pereira habría que ponerla en relación con la que pintó Alonso Cano en 1637 para el Colegio Imperial de Madrid, hoy desaparecida. En ambas la disposición de las manos es similar, así como la colocación del manto. Sin embargo, la Inmaculada de Pereira resulta más movida que la de Cano, al estar levemente girada y alzar la cabeza hacia lo alto”.

MANUEL PEREIRA. Inmaculada Concepción (1651). Convento de las Agustinas Recoletas, Pamplona

Volviendo a la imagen, lo primero que cabe destacar es la delicadeza, finura y exquisitez del modelado, convirtiéndola sin lugar a dudas en una de sus obras más destacadas, si bien la peana, y especialmente los rostros de los angelotes que la conforman, baja un poco en calidad. La Virgen figura según los postulados de Ávila, esto es, de pie sobre la referida peana, adelantando la pierna izquierda, cuya rodilla se marca bajo los ropajes, y disponiendo los pies en un ángulo de 90º. De esta manera se opta por una composición sólida, dinámica y que rehúye de cualquier atisbo de simetría. Como es habitual, viste túnica blanca ceñida a la cintura por un cíngulo rosáceo, y por encima un manto azul abierto y abrochado al cuello cuyos bordes van policromados por fastuosas orlas doradas con motivos vegetales pintados a punta de pincel. Ambas prendas van surcadas por una infinidad de pliegues a cuchillo -elemento clave de la plástica avilesina-, contrastando la quietud de la túnica con el vertiginoso movimiento del manto, cuyas telas se entrecruzan y apelotonan llegando a formar unos potentes juegos de claroscuros que refuerzan el pictoricismo de las superficies. La perfección técnica es tal que, por ejemplo, en la esquina volandera del manto situada sobre la mano izquierda llega a cortar la madera en láminas muy finas, e incluso las dobla a su antojo, y todo ello sin necesidad de recurrir a la tela encolada.

La Virgen mira al frente para captar la mirada del espectador al cual interpela llevándose la mano derecha al pecho, en actitud devota, mientras que la izquierda la extiende en un gesto típicamente declamatorio. La perfección técnica de la pieza antes aludida al hablar de los pliegues también queda patente a la hora de tallar la cabeza. El juvenil rostro muestra todos y cada uno de los estilemas presentes en el estilo maduro de Ávila: boca entreabierta, ojos achinados con abultadas bolsas bajo ellos, nariz ancha con el tabique aplastado, surco nasolabial remarcado, hoyuelo en el mentón, amplia frente, mejillas abultadas, y ligera papada. Además, también es característica la manera de disponer las amplias cabelleras cayendo en sendas guedejas a ambos lados del rostro y otras más sinuosas por la espalda. Completa el conjunto la corona que se ciñe sobre su cabeza.

Como dijimos, desconocemos la procedencia de esta imagen, pero creemos que se trató de imagen de retablo debido al tratamiento tan sumario de los pliegues de la espalda, mismo detalle que observamos en, por ejemplo, el San Miguel que talló par la capilla homónima de la catedral vallisoletana. Debido a la procedencia de la mayor parte de sus Inmaculadas, a la devoción de los franciscanos por ésta, y a que Ávila trabajó en numerosas ocasiones para dicha Orden, no sería de extrañar que hubiera sido labrada para un establecimiento franciscano de la actual comunidad de Castilla y León, cabiendo también la posibilidad de que la realizara para un comitente relacionado con la referida Orden.

 

Las Virtudes Cardinales y ángeles (ca. 1729). Iglesia del ex convento de Santa Cruz de las Comendadoras de Santiago. Valladolid

Uno de los establecimientos religiosos para los que más trabajó Pedro de Ávila fue el Convento de Santa Cruz de las Comendadoras de Santiago. Su labor en el cenobio se presenta interesantísima por cuanto nos muestra a un escultor mucho más completo de lo que hasta el momento se creía. Así, gracias a las obras que le asignamos en este cenobio, podemos afirmar que, además de la madera (esculturas del retablo mayor), también trabajó la piedra (esculturas de la portada) y el yeso (Virtudes Cardinales de las pechinas de la cúpula del crucero).

La edificación de la iglesia del convento, actual Sala Municipal de Exposiciones de “Las Francesas”, se llevó a cabo en sucesivas campañas constructivas separadas por un amplio lapso de tiempo en el que las obras estuvieron detenidas. Así, en 1652 se comenzó a levantar una nueva iglesia según las condiciones redactadas por el maestro Nicolás Bueno. Las obras se paralizaron, quizás por motivos económicos, en 1668 poco tiempo después de haber terminado de cubrir la capilla mayor. Esta interrupción se prolongó hasta 1721, año en el que el maestro de obras Manuel Morante compuso unas nuevas condiciones para reparar el templo. La finalización del mismo se pudo acometer gracias al mecenazgo de doña Teresa de Zúñiga y Pacheco, VI marquesa de Castrofuerte, que, en 1729, previa renuncia de su título, profesó en el convento y lo dotó con 3.000 ducados de renta. Sería por entonces cuando, según Fernández del Hoyo, se cerraría la cúpula “y se decorarían todas las bóvedas que, recordémoslo, estaban “en blanco”, además de completar las barrocas decoraciones del resto de la iglesia y del coro”. La iglesia, que posee la mejor colección de yeserías barrocas de toda la ciudad -inundan las bóvedas de la nave y del coro, las pechinas, la cúpula, y la parte superior de las dos puertas que se abren al crucero, que daban paso a la sacristía y al cenobio- debió rematarse en 1734 pues cuenta Ventura Pérez que el día 2 de mayo “colocaron en la iglesia nueva de señoras comendadoras de Santa Cruz el Santísimo Sacramento”.

Sin duda las yeserías más espectaculares son las que exornan las cuatro pechinas que sustentan la cúpula rebajada que se proyecta sobre el centro del crucero. Están totalmente cuajadas de una decoración vegetal muy naturalista, salvo en la parte central, en la que se incrusta una mandorla rematada por una corona. Estas cuatro mandorlas presentan en su interior a las cuatro Virtudes Cardinales: Justicia, Fortaleza, Prudencia y Templanza. A pesar de que siguen un mismo patrón, al estar situadas sobre nubes y ataviadas con amplias túnicas con las mangas arremangadas, parecen formar dos grupos: por una parte tendríamos a la Fortaleza y la Justicia, ataviadas como guerreras y con las cabezas cubiertas por sendos cascos, y por otra a la Prudencia y la Templanza, que parecen figurar a unas doncellas con sofisticados peinados.

No hay dudas en cuanto a la filiación de estas esculturas con Pedro de Ávila por cuanto aun estando realizadas en otro material, lo que en ocasiones lleva a que los caracteres de un maestro no aparezcan tan definidos, están presentes sus estilemas. Así, los rostros de las cuatro Virtudes presentan sus peculiares narices rectas y anchas con los tabiques aplastados, ojos almendrados con leves abultamientos bajos ellos, bocas pequeñas y potentes mentones. Tampoco faltan la forma cuadrática de las cabezas, las abundantes y onduladas cabelleras, cuyos mechones recorren ambos lados del cuello y parecen enmarcar la cabeza, y, por supuesto, los pliegues a cuchillo, que, en esta ocasión, y a falta de policromía (tan solo tienen pintados los iris de los ojos), ayudan a dar corporeidad y volumen a las esculturas. Estas imágenes, dispuestas en dinámicas y atrevidas posiciones, destacando sobremanera la que representa a la Justicia, son importantes por cuánto, como ya hemos señalado, nos amplían los registros de Pedro de Ávila pues, gracias a ellas, se demuestra que también supo modelar el yeso.

Justicia (ca.1729). Iglesia del ex convento de Santa Cruz de las Comendadoras de Santiago, Valladolid 
Fortaleza (ca.1729). Iglesia del ex convento de Santa Cruz de las Comendadoras de Santiago, Valladolid 

Las Virtudes son fáciles de reconocer por cuando cada una sujeta sus atributos más característicos. Así, la Justicia aparece impetuosa cabalgando sobre unas nubes, en una posición muy atrevida e inestable. Abre los brazos, en cuyas manos porta una espada y una balanza, ambos elementos realizados en metal. Su amplia túnica está completamente surcada de pliegues a cuchillo, especialmente en la zona de las piernas, en la que llegan a adquirir un aspecto fuertemente aristado. La cabeza va tocada por un peculiar casco. Por su parte, la Fortaleza apoya una rodilla en tierra para hacer fuerza para sustentar la columna que carga sobre el hombro derecho. A sus pies se sitúa un toro, animal que destaca por su fortaleza, si bien lo más normal es que figure un león. Al igual que la Justicia eleva la cabeza, que se encuentra cubierta por un casco similar rematado por una forma avolutada. La Prudencia figura recostada, con las piernas cruzadas, sobre unas nubes que le sirven de asiento. Es una efigie delicada puramente dieciochesca. Normalmente se la suele representar con dos cabezas, como la diosa romana Juno, sin embargo, en esta ocasión se prescindiría de ese segundo rostro por cuanto la escultura se encuentra a gran altura y en una posición en la que no se le apreciaría. Se mira al espejo, símbolo de conocimiento, que sostiene en una de las manos, mientras que con la otra se acaricia los cabellos. A su lado figuran dos serpientes, cuya presencia alude a un pasaje del evangelio de San Mateo: “Os envío como ovejas en medio de lobos; sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas” (San Mateo: 10, 16). La última de las virtudes efigiadas es la Templanza, que ha perdido sus atributos, seguramente también realizados en metal. La posición de los brazos es tan característica que queda claro que se encontraba vertiendo agua en una copa de vino, con el fin de atemperar lo que es demasiado excitante. También figura sentada sobre las nubes, adelantado una de las piernas, cuya rodilla tiene doblada. Por el hombro izquierdo le cae un manto, detalle que nuestro escultor repite en numerosas ocasiones.

Prudencia (ca.1729). Iglesia del ex convento de Santa Cruz de las Comendadoras de Santiago, Valladolid 
Templanza (ca.1729). Iglesia del ex convento de Santa Cruz de las Comendadoras de Santiago, Valladolid 

Aparte de las Virtudes, también creemos ver la mano del escultor en una infinidad de angelitos, algunos de cuerpo entero y otros tan solo una cabeza alada, que pueblan los plementos de la cúpula, las portadas del crucero o el remate superior del coro. En todos ellos, que presentan a grandes rasgos una factura muy sumaria, sus cuerpos se funden entre innumerables formas vegetales. Los ángeles de la cúpula no están individualizados, sino que las cabezas están hechas por molde. Los más interesantes son los situados en el remate del arco del coro alto. En esta zona se simula, todo realizado en yeso, un dosel bajo el que se despliegan gigantescos cortinajes sostenidos por ángeles de cuerpo entero y bulto redondo. A cada lado del dosel se disponen dos ángeles, entre los cuales se abren dos tarjetas en las que figuran los que pudieran ser los escudos de doña Teresa de Zúñiga y Pacheco, benefactora del convento, mientras que bajo la colgadura otros seres celestiales portan una Cruz, signo bajo el cual está advocado el cenobio. En todos ellos, y a pesar de la altura, se aprecian los característicos rasgos faciales de nuestro escultor.


San Nicolás de Bari (ca.1714-1739). Santuario Nacional de la Gran Promesa. Valladolid

San Nicolás de Bari (Patras, ca.280-Myra, 345) es una de las figuras más populares del santoral, y al mismo tiempo goza del privilegio de pertenecer tanto a la Iglesia Griega como a la Latina. Aunque el origen de su culto se haya en Oriente, ya que nació en Asia Menor, éste se propagó a Occidente, y más concretamente al sur de Italia gracias a sus reliquias. Señala Réau que el culto de San Nicolás “no padeció al cisma y ha seguido sirviendo como vínculo entre las dos mitades de la cristiandad. En tal sentido, puede decirse que es el más universal de los santos”. La vida del santo estuvo plagada de hechos extraordinarios desde el mismo momento de su nacimiento. Así, se dice que estando aún en la cuna “los viernes, días de ayuno, se abstenía de mamar del pecho de su nodriza”. Sus milagros están frecuentemente relacionados con el número tres –por ejemplo, las tres bolsas de monedas de oro que entregó a otras tantas doncellas que habían recurrido a la prostitución debido a la pobreza de su padre; la resurrección de los tres estudiantes, niños o monaguillos que un posadero había asesinado, desmembrado y metido en una tina de sal para conservarlos y servirlos como comida; o la salvación, mediante su aparición en sueños al emperador Constantino, de tres oficiales que habían sido falsamente acusados y condenados a muerte–.

En el mundo del arte han existido siempre dos modos de efigiarle: a la oriental y a la occidental. Casualmente, Pedro de Ávila realizó dos esculturas del santo, estando una de ellas figurado a la oriental (esta del Santuario), y la otra a la occidental (iglesia de Santa María del Castillo de Olmedo). Aunque en España, y más concretamente en Valladolid, lo más normal es ver al santo según la estética occidental, también existen algunas representaciones a la oriental, lo que se deberá a la perpetuación de aquellos tipos iconográficos. Así, además de esta escultura que atribuimos a Pedro de Ávila, también podemos reseñar la pintura que preside el retablo de San Nicolás de Bari conservado en la iglesia del Dulce Nombre de María, pero que en origen perteneció al Colegio de Niñas Huérfanas. El retablo fue realizado por Diego Valentín Díaz, a excepción de la pintura central que representa a San Nicolás de Bari adorado por el rey Orosio de Dalmacia y su esposa la reina Helena, que fue regalada por el conde de Benavente al pintor para que la colocara en el retablo. En ella observamos al santo de manera análoga a cómo le ha concebido Ávila, tanto en vestimentas como en atributos.

DIEGO VALENTÍN DÍAZ. Retablo de San Nicolás de Bari (ca.1651-1653). Iglesia del Dulce Nombre de María, Valladolid

Ambas representaciones poco tienen que ver ya que no concuerdan ni en la indumentaria ni en los atributos exhibidos. Así, esta escultura del Santuario responde a las formas orientales, es decir a la utilizada por la Iglesia Ortodoxa: el santo no porta mitra sino que luce una amplia calva y barba grisácea que denota su avanzada edad. Viste la indumentaria propia de los obispos griegos: una túnica blanca, un “felonion” (especie de casulla amplia que le cubre toda la espalda, y que por delante llega hasta la cintura) decorado con motivos geométricos dentro de los cuales se hayan insertas formas vegetales, y un “omoforion” (tira de tela larga que descansa sobre los hombros y cae por la espalda). En la mano izquierda porta el libro de los Evangelios, sobre el cual se situarían tres esferas doradas (ha desaparecido una de ellas) que aluden al episodio de la dote que entregó a tres doncellas que, debido a la pobreza de su padre, habían recurrido a la prostitución. En la parte inferior del libro figura pintado el anagrama de María, que sin duda tendrá relación con las dos ocasiones en que la Virgen se apareció al santo. Ha perdido parte del brazo derecho, incluida la mano, por lo que ignoramos si portaría algún atributo. Según la estética oriental, lo más probable es que dispusiera los dedos en gesto de bendición, aunque tampoco es infrecuente verle portar un báculo, atributo propio de su condición de obispo. El santo es efigiado de pie, con la pierna derecha flexionada, dando una ligera sensación de dinamismo. Lo más destacable de la imagen es la cabeza -su rostro es casi un calco del que posee el San Francisco de Asís del anticuario Carmelo Gómez- y la fastuosa policromía que imita las calidades del “felonion” y del “omoforion”. Ambas prendas apenas exhiben pliegues, y los pocos perceptibles no son especialmente quebrados. Pelo y barba presentan mechones ondulantes de escaso resalte. El estado de conservación es bastante malo ya que a la pérdida de parte del brazo derecho (incluida la mano) y de ambos pies, se suma la falta de ambos ojos y bastantes desconchones y restos de cera por el resto de la superficie escultórica.

San Nicolás de Bari (ca.1714-1739). Santuario Nacional de la Gran Promesa, Valladolid

La escultura, actualmente guardada en un despacho anejo a las sacristías del Santuario, procede del convento de las Salesas. Ya figuraba en la iglesia de San Esteban el Real, la parroquia que ocupó el actual templo del Santuario y que en origen fue la iglesia del colegio jesuita de San Ambrosio, en 1890 como así lo asevera un inventario realizado en ese año. Con toda probabilidad esta imagen, así como otras procedentes de las Salesas (una “Santa Teresa de Jesús de la comunidad de Salesas de esta ciudad”, la “Virgen y San José vestidos para el Nacimiento”, “Nuestra Señora del Henar”, y “Santa Teresa y San Nicolás, pequeños”), y otras donadas o cedidas por diversos particulares e instituciones religiosas, fueron entregadas a la iglesia de San Esteban con motivo de su reapertura tras el espantoso incendio acaecido el 27 de octubre de 1869 que arrasó con la práctica totalidad de los bienes artísticos que contenía en su interior.

 

CONCLUSIONES

Las nuevas atribuciones realizadas a Ávila vienen a reafirmar y consolidar una serie de teorías acerca de la obra del escultor vallisoletano. Lo primero de todo es que, como ya hemos referido, fue un maestro con gran pericia técnica dado que supo trabajar diferentes materiales (madera, piedra y yeso), aspecto muy a destacar debido a que en el Valladolid de la época se utilizaba mayoritariamente la madera, siendo muy pocos los maestros que supieron labrar la piedra (durante el siglo XVIII apenas tenemos noticia de que la practicaran un puñado de maestros: José de Rozas (1662-1725), Antonio de Gautúa, Pedro Bahamonde, Pedro de Sierra y Felipe de Espinabete) y aún menos modelar el yeso (escultóricamente hablando puesto que durante este siglo se fabricaron multitud de yeserías para decorar los sobrios paramentos de buena parte de iglesias y monasterios de la ciudad). Asimismo, se confirma la idea de que su taller no fue solamente el de mayor calidad existente en Valladolid durante las primeras cuatro décadas del siglo XVIII, sino que además fue el más productivo (lo que implica que debió de poseer un amplio plantel de oficiales y aprendices, de los cuales ignoramos los nombres).  Este éxito se patentizó, entre otras cosas, en la amplia distribución geográfica que lograron sus esculturas. Si hasta el momento contábamos con obras documentadas o atribuidas en todas las provincias de la actual Castilla y León (excepción hecha de Soria), además de en terminados puntos de la España septentrional (Galicia, Cantabria, País Vasco y Navarra), ahora volvemos a comprobar que debió de exportar bastantes piezas a Galicia. En Orense, a la Inmaculada Concepción (década de 1730) conocida de la iglesia de San Francisco sumamos otras tres piezas en la seo de la citada localidad. Por todo ello no sería nada extraño que en próximas fechas se identificaran nuevas obras en Galicia, o cuanto menos en la provincia de Orense que tantas relaciones artísticas mantuvo con Valladolid. Asimismo, hemos de tener en cuenta que la importante colegiata de Xunqueira de Ambía (Orense) pertenecía por entones al obispado vallisoletano. Aparte de todo esto, las obras que le hemos asignado en el presente artículo nos permiten sacar otra serie de conclusiones:

Lo primero es que, como hemos visto con el Busto de Dolorosa (ca. 1700) de la catedral de Orense, o con el San Francisco Javier (ca. 1711) de la parroquial de Portillo, aún se mantenían vigentes los modelos creados por Gregorio Fernández hace casi 100 años, los cuales fueron incesantemente reproducidos por los talleres vallisoletanos hasta bien avanzado este siglo, y, como no, Pedro de Ávila no fue una excepción. Eso sí, cuando nuestro escultor se inspira en las iconografías de Fernández, las desarrolla fielmente, pero pasándolas por el tamiz de su estilo, que siempre queda bien patente.

Por otra parte, al igual que le sucedió a Fernández, Ávila desarrolló una serie de iconografías que tuvieron gran éxito entre sus comitentes, motivo que le llevó a repetirlas en diversas ocasiones. Así tenemos, por ejemplo, las del Crucificado, Santa María Magdalena, San José, o la Inmaculada Concepción, iconografía esta última de la cual hemos aportado un nuevo ejemplar. Además, estos modelos tuvieron cierta repercusión ya que algunos maestros llegaron a imitarlos, como por ejemplo la Inmaculada (ca. 1726-1736) que, atribuida a Antonio de Gautúa, se conserva en la parroquial de Gumiel de Izán (Burgos).

Asimismo, la identificación de la Inmaculada de la Galería de Arte Hispánico parece confirmar la influencia trascendental que supuso en su plástica ese viaje “hipotético” (usamos ese término por no haber documento que lo confirme) a Madrid, ya no solo a la hora de adquirir el elemento clave de su estilo maduro, el pliegue a cuchillo, sino por los influjos que obtuvo de diversos maestros. A los ya conocidos de maestros andaluces (Alonso Cano, Pedro de Mena o José de Mora), e italianos (sobre todo napolitanos), se suma ahora la de madrileños como Manuel Pereira.

Finalmente habría que reseñar la heterogeneidad de comitentes para los que trabajó: desde comitentes particulares (el cura de la parroquia del Salvador Pedro de Rábago, el canónigo Marcos Ibáñez, el escribano Gabriel de Medina Mieses, o el devoto José María Martínez), a parroquias rurales y urbanas, pasando también por cofradías penitenciales vallisoletanas (al menos las de Jesús Nazareno y Nuestra Señora de las Angustias), conventos, monasterios y otras instituciones de mayor enjundia como la catedral de Valladolid o el Oratorio de San Felipe Neri de la misma ciudad. Especialmente fructíferas debieron de ser sus relaciones contractuales con la Orden de San Francisco, ya sean conventos, monasterios, particulares o la Venerable Orden Tercera de La Seca. Buena parte de los comitentes para los que trabajó ya lo habían hecho antes con su padre, por lo que es probable que tras la temprana muerte de éste confiaran en su hijo, que ya por entonces daba buenas muestras de su saber hacer.

 

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