lunes, 10 de enero de 2022

Novedades biográficas y nuevas atribuciones al escultor Pedro de Ávila (1678-1755). Parte I

 

No es la primera vez que hablamos en este blog del escultor Pedro de Ávila (1678-1755), muchos ya sabréis que se trata de uno de mis favoritos debido a que fue uno de los maestros sobre los que traté en mi tesis y del cual he seguido investigando tras ella. Hoy vamos a presentar una serie de novedades biográficas, así como nuevas obras plenamente atribuibles a su gubia. Para los despistados insertaré, antes de entrar en materia, una breve semblanza del hijo de Juan de Ávila (1652-1702) y hermano de Manuel de Ávila (1690-1733)

Inmaculada Concepción (1720). Oratorio de San Felipe Neri, Valladolid

 

PEDRO DE ÁVILA (1678-1755)

Pedro de Ávila fue el cuarto hijo del matrimonio formado por el escultor Juan de Ávila y Francisca Ezquerra. Su aprendizaje transcurriría fundamentalmente al lado de su padre, al que ayudaría en alguna de sus grandes empresas, caso de las esculturas del retablo mayor de la iglesia de Santiago de Valladolid (1698-1702), aunque en las postrimerías de la centuria pasaría a trabajar al taller de su futuro suegro, Juan Antonio de la Peña. Con el bagaje y el aprendizaje acumulado al lado de estos dos grandes maestros herederos de la tradición fernandesca, Ávila estaba destinado a ser un artífice de similares características (es decir, un escultor de gran perfección técnica que seguiría las iconografías de Fernández, pero añadiéndolas algo más de movimiento y unos plegados dulcemente curvados), sin embargo este rumbo lo varió un hipotético, aunque forzoso, viaje a Madrid (entre 1705-1707), ciudad en la que recibió influencias muy heterogéneas (andaluza, madrileña e italiana -especialmente napolitana-). El elemento más destacado que aprendió en la Villa y Corte fue el “pliegue a cuchillo” o “pliegue berninesco” (llamado así por ser Gian Lorenzo Bernini (1598-1680) su creador), del cual fue su introductor en la escuela castellana. Este paño de configuración muy aristada, aparecido en España por primera vez en Sevilla debido al influjo flamenco-italiano que trajo consigo José de Arce (ca. 1600-1666), aporta un mayor dinamismo y vértigo a las composiciones debido a los juegos de claroscuros que crean sus pliegues. El artífice vallisoletano aprendería esta técnica gracias al estudio de las diferentes esculturas que de Pedro de Mena, José de Mora y de la escuela napolitana existían por entonces en los conventos, oratorios e iglesias de Madrid. Tras regresar a la capital del Pisuerga se convirtió inmediatamente en el escultor más prestigioso de la ciudad, llegando a ocupar cargos como el de maestro mayor de escultura del obispado. Su supremacía abarcó todo el primer tercio del siglo XVIII y tan solo cedió su puesto de privilegio ante el empuje renovador que trajo consigo en la década de 1730 el escultor riosecano Pedro de Sierra (1702-1761), quien se instaló en Valladolid con la esperanza de hacerse un hueco tras haber desarrollado su aprendizaje en los Reales Sitios (Aranjuez y La Granja de San Ildefonso) y en Toledo. Finalmente, Ávila perdió la partida ante Sierra debido a que en 1742 el anciano escultor quedó ciego.

A pesar de que en la época en que desarrolla su magisterio comenzó a darse en Valladolid el fenómeno de los tallistas, escultores que también practicaban el ensamblaje (caso de Pedro de Sierra, Pedro Bahamonde (1707-1748) o Pedro Correas (1689-1752), por citar tan solo a los más conocidos), fundamentalmente fabricando retablos que completaban con sus propias imágenes, Pedro de Ávila se mantuvo fiel al mundo de la escultura, no conociéndosele incursiones en otras artes. Asimismo, fue un maestro bastante completo puesto que ejecutó imágenes de bulto redondo y también de vestir -algunas con el cuerpo completamente tallado y otras simplemente de bastidor-, y que no se limitó únicamente a tallar la madera puesto que además tuvo la capacidad y maestría para esculpir la piedra y moldear el yeso, como veremos más adelante.

Cristo Crucificado (1714). Iglesia de San Esteban Protomártir, Torrecilla de la Abadesa (Valladolid)

La elevada calidad de su obra le hizo adquirir tal reputación que numerosos comitentes le eligieron para llevar a cabo sus imágenes devocionales, procesionales y hasta de retablo, si bien estas últimas fueron las menos. De esta manera se posibilitó que su producción se diseminara por buena parte del noroeste peninsular conformando un hecho sin precedentes puesto que la escuela vallisoletana no había alcanzado tal nivel de expansión territorial desde la época de Gregorio Fernández. Así, nos encontramos con que exportó obra a puntos tan distantes como Orense, Santillana del Mar, Pamplona, Lekeitio u Oñate, y por supuesto a lugares más cercanos como las actuales provincias de Castilla y León, excepción hecha de la de Soria en la que hasta el momento no hemos rastreado su huella. No le conocemos discípulos, aunque por diferentes motivos estilísticos creemos que lo fue Felipe de Espinabete (1719-1799). Asimismo, su estilo es perceptible en determinados maestros de su entorno, caso de Antonio de Gautúa (1682-1744), con quien debió formarse en el taller paterno; y, además, alguna de las iconografías (San José, Inmaculada, etc.) que ideó tuvieron tal éxito que fueron imitadas por otros escultores, tanto conocidos como anónimos.

ANTONIO DE GAUTÚA. Inmaculada Concepción (ca.1726-1736). Iglesia de la Asunción, Gumiel de Izán (Burgos)


EL FALLECIMIENTO DE PEDRO DE ÁVILA

Regresemos a 1742. Desde este año y hasta el de su fallecimiento, 1755, realizó nada más y nada menos que cinco testamentos, a los que hemos de añadir el que otorgó conjuntamente con su primera esposa, María Lorenza de la Peña, el 7 de marzo de 1708. Tal cantidad de cartas de últimas voluntades parece que nos retrata a una persona muy previsora y ordenada, quizás en exceso, que se fue adaptando a los diferentes cambios que se iban sucediendo en su vida puesto la mayoría de ellos tienen un motivo claro, casi siempre relacionado con acontecimientos familiares (muerte de su suegro, fallecimiento de su primera esposa, fallecimiento de la sobrina a la que iba a legar sus bienes, acceso a segundas nupcias con Francisca López y, finalmente, el presentimiento de su propio óbito debido a su delicado estado de salud). Sus últimos años de vida, contando desde el testamento de 1742 en que se declara ciego, fueron totalmente improductivos artísticamente hablando, aunque muy jugosos desde el punto de vista biográfico puesto que, como ya expusimos en la tesis, tras su ceguera tuvo que marchar a vivir, dada la falta de descendencia, con su sobrina predilecta, María Barba, y el marido de esta, Juan Ceano. Su sobrina fallecería en 1744, quedando completamente a cargo del marido de esta, que no hizo sino robarle y someterle a chantaje y extorsión, aprovechándose así de su avanzada edad, ceguera y soledad. Cuando peor pintaban las cosas Ávila tuvo la fortuna de conocer a una viuda llamada Francisca López. Con el tiempo la pareja se enamoró y decidió certificarlo, a pesar de sus avanzadas edades, contrayendo matrimonio el 4 de septiembre de 1747 en la iglesia penitencial de Nuestra Señora de las Angustias. Y desde este momento, y laguna documental mediante, llegamos a 1755. El 10 de junio de dicho año dictó su último testamento, en el cual afirmaba encontrarse “enfermo en cama de la enfermedad que Dios nuestro señor ha sido servido darme y en mi juicio y entendimiento natural creyendo”. El escultor, que se encontraba sumido en la pobreza, estaba ingresado en el Hospital de los Desamparados, en cuyo cementerio deseaba ser sepultado.

En la tesis doctoral que dediqué a la familia Ávila señalé que lo más probable era que Pedro de Ávila, debido a su avanzada edad y a su ingreso en el citado hospital, falleciera al poco tiempo y que sería allí sepultado según su propio deseo. También apunté que “esta es sin duda la explicación de que no hayamos encontrado su partida de defunción en ninguna de las parroquias de la ciudad, si bien el libro de registros de difuntos de estos años de la iglesia de San Ildefonso, casualmente la parroquia más próxima al Convento de San Juan de Dios, ha desaparecido”. Pues bien, ahora estamos en condiciones de asegurar que la primera suposición era correcta puesto que, efectivamente, Pedro de Ávila falleció y fue enterrado en el Hospital de San Juan de Dios, también denominado de los Desamparados. El escultor ingresó en este hospital como incurable el 30 de mayo de 1755, dictando once días después su último testamento, como ya vimos. Desconocemos la gravedad de la enfermedad que padecía, así como la evolución clínica del mismo. El caso es que apenas un mes después, el 10 de julio, fallecía tras haber cumplido recientemente los 77 años: “Pedro de Ávila natural de Valladolid hijo de don Juan de Ávila y doña Francisca Ezquerra casado con Francisca López de edad de 77 años entró por incurable en este convento hospital en 30 de mayo de 1755”. Falleció el contenido el 10 de julio de 1755”. Es de suponer que en la iglesia del convento-hospital se celebrara un funeral por su alma, dándose la paradoja de que el religioso que lo oficiara lo haría delante del retablo mayor, cuyas esculturas había tallado décadas atrás el padre de Pedro, Juan de Ávila. Desconocemos la fecha del óbito de su viuda que al parecer también se encontraba ingresada en la referida institución hospitalaria. Su partida de defunción no la hemos hallado ni en los libros de fallecidos parroquiales ni en los de los hospitales de San Juan de Dios y General de la Resurrección.

Partida de defunción de Pedro de Ávila en el Hospital de los Desamparados de San Juan de Dios


NUEVAS ATRIBUCIONES

En los últimos años se han ido dando a conocer nuevas obras de Pedro de Ávila que vienen a engrosar aún más el ya de por sí amplio catálogo con el que cuenta actualmente. Así, podemos señalar el Busto de Dolorosa conservado en la iglesia de San Marcos de Sevilla, la Magdalena penitente que recientemente salió a la venta en la casa de subastas Isbylia de la ciudad hispalense, una Santa Rosa de Viterbo del Museo Diocesano de Palencia y también una pareja de San Francisco y Santa Rosa de Viterbo puesta a la venta, y actualmente en busca de comprador, en el comercio vallisoletano “Antigüedades Carmelo Gómez”. Asimismo, el profesor Pérez de Castro ha asignado a su círculo el Busto de Dolorosa del retablo de la Buena Muerte de la iglesia de San Miguel de Valladolid, que posteriormente atribuí a Antonio de Gautúa; y también relacionó con los quehaceres iniciales de Ávila ciertos estilemas presentes en un Busto de Dolorosa de la catedral -en origen fue la imagen titular del retablo y capilla de Nuestra Señora de los Dolores- y un Busto de Ecce Homo del Convento de las Descalzas Reales.

Santa María Magdalena (ca.1714-1739). Isbylia Subastas (Sevilla)
San Francisco (ca.1725-1739). Colección Particular, Valladolid

Santa Rosa de Viterbo (ca.1725-1739). Colección Particular, Valladolid
Busto de Dolorosa (ca.1714-1725). Iglesia de San Marcos, Sevilla

La producción de Ávila comprende dos etapas bien definidas. Su “primer estilo”, desarrollado al contacto con su padre y su suegro, englobaría sus años de aprendizaje hasta el previsible viaje a Madrid hacia 1705-1707. Tras su vuelta y hasta su fallecimiento desarrollaría su estilo maduro, el más personal, que se encuentra definido por unos estilemas tan característicos que apenas presenta dificultades para su identificación. Aunque no nos referiremos a los estilemas propios de cada etapa, puesto que ya los expusimos con prolijidad, recordaremos algunos de los del estilo maduro por ser al que pertenecen la mayoría de las obras que se presentarán a continuación. Así, Ávila presenta a sus personajes dispuestos en contrapposto, con los pies colocados en un ángulo de 90º y separados por un pliegue cortante. Cabeza rectangular con la parte inferior ligeramente curvada, ojos achinados, nariz ancha con el tabique nasal aplastado, aletas levemente pronunciadas, y fosas nasales perforadas. Boca pequeña y entreabierta, con labios muy finos y comisuras pronunciadas. Las obras que se presentan a continuación aparecerán por un riguroso orden cronológico.

 

Busto de Dolorosa (ca. 1700). Catedral. Orense

Desde que Martín González llamara la atención sobre este magnífico Busto de Dolorosa (Fig. 2) éste ha recibido diversas atribuciones: en un principio se pensó en la autoría de Gregorio Fernández, siguiendo la tipogía de Pedro de Mena, y posteriormente se creyó del riosecano Tomás de Sierra debido al gran parecido que posee con la Dolorosa del paso del Longinos que talló en 1692 para la Ciudad de los Almirantes. Asimismo, señalaba que tampoco convendría “olvidar Pedro de Ávila, autor de una Piedad, en el Colegio de los Ingleses de Valladolid, con que guarda también estrecho parecido”. Desconocemos su cronología exacta, tan solo que fue donado hacia el año 1700 por un devoto llamado José María Martínez, e instalado en la capilla en 1705. Sin lugar a dudas, y como ya sugiriera Martín González, la escultura debe ponerse en el haber de Pedro de Ávila ya que en ella se perciben los característicos estilemas de la primera etapa del maestro –en la tesis doctoral decidí descatalogarla de la producción de Pedro de Ávila, si bien un detenido examen “in situ” me ha hecho cambiar de opinión y apostar decididamente por atribuírsela como ya hiciera hace muchos años Martín González–. Así, en el rostro observamos ojos almendrados, entornados y con un leve abultamiento en su zona inferior, nariz amplia que preludia la de tabique ancho y aplastado, boca de labios finos en la que aparecen tallados los dientes y la punta de la lengua, e, incluso, el usual enarcamiento de cejas con el que suele efigiar las imágenes pasionistas (Dolorosa, Ecce Homo, etc.). También es típico de los bustos de Dolorosa relacionados con Ávila la disposición de un mechón que se escapa de la toca y discurre sinuoso por el lateral del rostro.

Busto de Dolorosa (ca.1700). Catedral de Orense

El busto, cortado un poco por debajo de la cintura, posee concomitancias con las Virgenes que tallaron Francisco Díez de Tudanca para el denominado Paso nuevo de Nuestra Señora y San Juan (c. 1650-1661) de la Cofradía de la Sagrada Pasión de Valladolid, y Tomás de Sierra para el de Longinos (1692) de Medina de Rioseco; las cuales, a su vez, se inspiraron directamente en la Dolorosa de la Vera Cruz (1623) de Gregorio Fernández, que es en última instancia el modelo del que deriva el busto orensano. La figura resulta muy movida debido al desplazamiento de las manos al lado izquierdo, y a la violenta torsión del cuello hacia arriba y a la derecha. La Virgen entrelaza sus manos en signo de plegaria, a la vez que dirige su mirada suplicante hacia el cielo. Los ojos angustiados, la boca entreabierta y las cejas enarcadas terminan por componer un profundo sentimiento de dolor ante el cruel suplicio al que ha sido sometido su Hijo. Viste túnica roja, manto azul y toca blanca, telas surcadas por diversos tipos de plegados de formas blandas que buscan un estudio de calidades de cada prenda. Los afilados pliegues formados en las mangas y en la cintura debido al ceñimiento del cíngulo parecen preludiar el acuchillado. El busto ocupa una peana situada en la “girola” de la capilla del Cristo de la catedral de Orense. Justo encima de esta obra se sitúa una peana que acoge la próxima atribución.


 

Cristo del Perdón (antes de 1708). Catedral. Orense

A diferencia del busto de Dolorosa, desconocemos cómo ingresó el pequeño Cristo del Perdón (Fig. 3) en la seo orensana, aunque lo más probable es que también fuera donado por un benefactor, quien sabe si incluso por el citado José María Martínez. Tampoco podemos asignarle una cronología exacta, siendo el año 1708 la primera vez que se le registra en un inventario de la capilla. Creído en un primer momento obra de escuela castellana, nunca ha recibido una atribución concreta. Como es evidente, el Cristo copia el considerado prototipo de este modelo, que no es otro que el esculpido hacia 1648 por Manuel Pereira para el Convento del Rosario de Madrid. En Valladolid esta iconografía gozó de gran predicamento puesto que Francisco Díez de Tudanca ejecutó tres copias –para los Trinitarios de Valladolid, Pamplona (desaparecida) y Hervás–, y Bernardo del Rincón otra para la Cofradía de la Pasión, que es la de mayor calidad de todo el ciclo vallisoletano. El gran cultivador de esta iconografía fue Luis Salvador Carmona, que ejecutó tres excepcionales ejemplares para Nava del Rey (Valladolid), Atienza (Guadalajara) y La Granja de San Ildefonso (Segovia). La popularidad que alcanzó esta iconografía llevó a que se realizaran copias pictóricas, algunas de las cuales se encuentran repartidas por las iglesias y clausuras de la ciudad.

Cristo del Perdón (antes de 1708). Catedral de Orense

La iconografía del Cristo del Perdón, que no tiene ninguna base evangélica, parece tener su origen en un grabado de Cristo Varón de Dolores de Alberto Durero, y comprende dos vertientes, si bien en ambas es efigiado de rodillas, con las manos abiertas en actitud de súplica y gesto dolorido. En la primera de ella, la pasionista, está postrado ante un peñasco esperando que los sayones terminen de preparar la cruz en la que será martirizado; mientras que, en la segunda, la alegórica-simbólica, Cristo exhibe las llagas de pies y manos y la lanzada del costado, estando arrodillado sobre una bola del mundo en cuyo frente se representan escenas alusivas a los pecados del hombre, en este caso el Pecado original. Así, figuran Adán y Eva flanqueando el árbol del Paraíso, en cuyo tronco se enrosca la serpiente demoniaca que porta entre sus fauces una manzana que entrega a Eva. Mientras que la primera vertiente es una simple escena del ciclo pasionista, la segunda encarna, como señala Urrea parafraseando a la venerable Sor María Jesús de Agreda, “una interpretación mística de Cristo, después de haber sufrido su propio martirio, intercediendo ante Dios por el mundo pecador como expresión de su Redención”.

El Cristo del Perdón de Manuel Pereira antes de su desaparición en la Guerra Civil

El pequeño ejemplar de la catedral de Orense viene a ser una mezcla de ambas vertientes puesto que aunque figura arrodillado sobre una bola del mundo carece de las cinco llagas de su interpretación mística. La imagen combina la elegancia con el patetismo, presente en la sangre que brota tanto de la corona de espinas como de las heridas de la flagelación. La composición es ciertamente inestable puesto que, aunque asienta ambas rodillas en el globo, las piernas quedan suspendidas en el aire. Asimismo, abre los brazos en distintas direcciones, con lo que crea una sensación de movimiento y de conquista del espacio. La anatomía está bien cuidada, al igual que la cabeza, que peina largas guedejas onduladas que le flanquean el rostro. Los ojos angustiados y la boca entreabierta colaboran en esa sensación de súplica de perdón al Padre. El rostro del Cristo emparenta con los que Ávila labró para las pequeñas imágenes de Cristo atado a la columna y el Ecce Homo de la iglesia penitencial de Nuestra Señora de las Angustias de Valladolid (ca. 1710), e, incluso con el del Cristo Resucitado de la parroquial de Puras (Valladolid) (ca. 1704-1706), si bien en todos ellos la manera de concebir el peinado y, sobre todo, la barba, difiere un tanto. Asimismo, en los rostros de Adán y Eva quedan bien patentes los clásicos estilemas de Ávila, los cuales se encuentran a caballo entre el primer y segundo estilo del escultor, es por ello que una fecha cercana al año 1708 es más que acertada.

 

San Francisco Javier (ca. 1711). Iglesia de Santa María. Portillo

A lo largo de su dilatada carrera, Pedro de Ávila acometió en diversas ocasiones la representación de San Francisco Javier, si bien no hemos logrado documentar ninguna de ellas. La primera que cabe asignarle es el San Francisco Javier (Fig. 4) que preside el retablo de una pequeña capilla abierta en el muro de la epístola de la actual parroquia de Portillo, recinto que presenta un programa de exaltación de la Compañía de Jesús por cuanto, además de la imagen escultórica del santo navarro, en las cuatro pechinas que sostienen la cúpula figuran lienzos que representan a San Ignacio de Loyola, San Francisco de Borja, San Estanislao de Kostka y San Luis Gonzaga.

San Francisco Javier (ca.1711). Iglesia de Santa María, Portillo (Valladolid)

Tanto la capilla, pinturas incluidas, como el retablo y la efigie de San Francisco Javier fueron realizados en 1711 gracias al generoso patrocinio que ejercieron con sus donativos “los señores justicia y regimiento de esta villa de Portillo y otros señores devotos”, y don Diego Velázquez del Hierro, beneficiado arcipreste de la iglesia de Santa María, abad del cabildo eclesiástico de Portillo y su Arrabal, y probable devoto del Apóstol de las Indias. Señala Antonio de Nicolás que en el arco de entrada a la capilla se podía leer la siguiente inscripción: “HÍZOSE ESTA OBRA DE LA CAPILLA Y RETABLO DE SAN FRANCISCO JAVIER ESTE AÑO 1711 CON LA LIMOSNA QUE DIERON LOS SEÑORES DE JUSTICIA Y REGIMIENTO DE ESTA VILLA DE PORTILLO Y OTROS SEÑORES DEVOTOS Y CON LA QUE DIO EL SEÑOR DIEGO VELÁZQUEZ DEL HIERRO, BENEFICIADO ARCIPRESTE DE ESTA IGLESIA Y ABAD DEL CABILDO ECLESIÁSTICO DE ESTA DICHA VILLA Y SU ARRABAL Y TAMBIÉN SE HAN HECHO TODAS LAS DEMÁS OBRAS DE ESTA DICHA IGLESIA DESDE SU REEDIFICACIÓN CORRIDO TODA POR LA MANO Y DIRECCIÓN DE DICHO SEÑOR DIEGO VELÁZQUEZ”. El retablo, que no llegó a dorarse, se reduce a una gran hornacina presidida por San Francisco Javier y flanqueada por cuatro estípites. Lo más llamativo es la profusa decoración, puro “horror vacui”, que inunda toda la superficie arquitectónica, inclusive el pabellón con borlas que corona la cabeza del santo.

Capilla de San Francisco Javier

Todas las esculturas de San Francisco Javier relacionables con Pedro de Ávila -Villabáñez (antes de 1717), Simancas (Taller de Pedro de Ávila, ca. 1707-110), y el de la iglesia de Santa María la Real de León (ca. 1711) -, y esta no es una excepción, copian puntualmente -incluso en detalles nimios como la disposición de los cabellos y de los pliegues- el original que Gregorio Fernández talló en 1622, con motivo de la canonización del santo navarro, para el retablo colateral de la epístola del Colegio de San Ignacio de Valladolid, actual iglesia de San Miguel y San Julián. Nuevamente volvemos a comprobar cómo a pesar de encontrarnos en una fecha tan avanzada los escultores seguían manteniendo cierta dependencia de los modelos creados por el maestro gallego. Así, el santo navarro porta en su mano derecha una vara crucífera, mientras que en la izquierda exhibe un Crucifijo que mira con fruición y cuya factura es ajena a Ávila, pareciendo más bien obra de los talleres de Olot. Si tenemos en cuenta que los atributos no coinciden con los del original fernandesco nos planteamos la hipótesis de si con el paso de los siglos se modificaron o bien fue Ávila quien decidió introducir un Crucifijo, inexistente en el prototipo vallisoletano, como así parece indicarlo el hecho de que el santo eleve la cabeza y clave su mirada en él. De esta manera parece como si se encontrara en pleno acto de evangelización.

La factura general es muy tosca y baja bastante en calidad con respecto al prototipo. No encontramos por ningún lado la nobleza de su rostro, la elegancia de su movimiento ni el naturalismo de sus plegados. Lo mejor del conjunto es el rostro, que se haya perfectamente modelado tal y como se percibe en la blandura que exhibe en los carrillos y en las comisuras de los labios; y la policromía de éste, de suerte que simula la incipiente barba. Por su parte, la cabellera y las superficies de la vestimenta están concebidas con notoria rigidez y esquematismo, lo que pudiera indicar una alta participación de taller. Por lo demás, encontramos las características propias de la segunda etapa del escultor como son su característica nariz de tabique ancho y aplastado, o los pliegues berninescos.

 

San Cayetano (ca. 1711). Iglesia de Santa María. Portillo

En esta misma iglesia también pertenecerá a nuestro escultor un San Cayetano (Fig. 5) que se guarda en el camarín de la Virgen, si bien su origen se encuentra en la iglesia de San Juan Bautista de la misma localidad, concretamente en un altar y retablo salomónico que se situaba en el lado de la epístola. A pesar de que Martín González confundió la identidad del santo, creyéndolo San Francisco Javier, queda claro por la iconografía que se trata de Cayetano de Thiene, quien sabemos por Antonio de Nicolás que poseía un altar en la referida iglesia de San Juan. No caben dudas en cuanto a su adscripción a Ávila, sin embargo es complicado establecer una cronología aproximada por cuanto se trata de una escultura bastante desconcertante por cuanto combina elementos de sus dos etapas productivas. Así, a la evidente presencia de los pliegues acuchillados de la parte inferior de la túnica, propios de la segunda época, se suma el uso de la nariz redondeada, típica de la primera. Por todo ello pienso que Ávila acometería la escultura durante los primeros años de su segunda etapa. Si además tenemos en cuenta la existencia del San Francisco Javier de la iglesia de Santa María, lo más prudente es fecharla en ese mismo periodo, es decir, hacia 1711. La escultura la pude ver hace unos años, sin embargo fui en 2020 y ya no se encontraba en el camarín de la Virgen, que es donde estaba, y la persona encargada del templo no tenía noticia de ella. ¿Álguien sabe dónde ha ido a parar?

San Cayetano (ca.1711). Iglesia de Santa María, Portillo (Valladolid).

El italiano Cayetano de Thiene (1480-1547) fue, además del fundador de la Orden de Clérigos Regulares Teatinos, uno de los santos más populares del Barroco desde que en 1671 fuera canonizado por el papa Clemente X, previa petición del rey Luis XIV de Francia. San Cayetano es efigiado en el pasaje más destacado de su vida: el momento en el que la Virgen le confía a su Hijo. Plásticamente existen tres versiones que aluden a otros tantos momentos consecutivos: la primera, en la que figura la Virgen entregando a su Hijo al santo; la segunda, en la que el santo aparece solo con los brazos abiertos dispuesto a recibir al Niño; y la tercera, en la que San Cayetano tiene al Niño en brazos, acunándole. Ávila se ha decidido a representarle según la segunda tipología, en soledad, con los brazos abiertos esperando la entrega del infante por parte de su Madre. El santo peina una luenga barba rematada en dos mechones curvos simétricos, y cabellos mojados y alborotados de escaso resalte sobre la frente y las sienes. La forma de componer el rostro y la barba recuerda a la existente en otras producciones del escultor como las dos imágenes de San Isidro de las parroquiales de Puras (ca. 1702-1704) y Muriel de Zapardiel (ca. 1702-1705). Viste el hábito teatino, que en numerosas ocasiones puede confundirse con el jesuita, compuesto por una sotana negra ceñida por un cintillo dorado. Tan solo escapa a la uniformidad policroma una fastuosa orla dorada y estofada en la parte baja de la sotana. Su cabeza va tocada por una corona, y en el cuello porta su atributo más característico, un collar, semejante al Toisón de Oro, compuesto de eslabones geométricos y del que pende un corazón dorado que alude a su labor de auxilio a los pobres y a los enfermos incurables. Probablemente Ávila se inspirará para su ejecución en la efigie de San Cayetano que hubo en la primitiva iglesia de San Miguel, la cual conocería perfectamente dado que era su parroquia –hoy conservada en el coro de la iglesia de San Miguel y San Julián de Valladolid–.

 

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