jueves, 2 de julio de 2015

EL SANTO ENTIERRO DE JUAN DE JUNI PARA LA CATEDRAL DE SEGOVIA



Ya hemos tratado en bastantes ocasiones la obra del escultor franco-vallisoletano Juan de Juni, esta será una más, y como de costumbre con otra obra maestra. Hoy hablaremos sobre el retablo de la Piedad o del Entierro de Cristo que el de Joigny talló para la capilla intitulada de la Piedad, propiedad del canónigo fabriquero Juan Rodríguez, de la catedral de Segovia. Aunque no se encuentra documentado, un solo vistazo nos indica que se trata de una atribución indudable; los rostros y los movimientos de las esculturas son su mejor carnet de identidad. Este grupo, realizado entre los años 1565, en que se edifica la capilla, y 1571, fecha que figura en su remate, supuso la tercera, y última, vez que Juni aborda la representación del Entierro de Cristo.
La obra fue estimada desde antiguo, y también discutida. Palomino dejo escrito que había visto en la catedral de Segovia “una medalla de todo relieve (…) que es el Entierro de Cristo, de figuras del natural, que iguala a cuando se ha visto del gran Miguel Ángel; y tiene a los lados dos soldados caprichosamente vestidos y con rostro tan afligido que mueven a ternura y llanto”. Ponz considera el altar “todo él obra de Juan de Juni” y afirma que “lo principal es un medio relieve que representa el Descendimiento de la Cruz en figuras del natural o mayores; hay acompañamiento de mujeres, soldados de cuerpo entero entre columnas y otros objetos de niños y adornos, etc., manifestándose en todo ello el extraordinario espíritu del artífice”.

Bosarte, entusiasta siempre de Juni, extrema en este caso sus elogios: “El diseño de toda la obra toca en aquel grado de fuerza que en los talleres de las artes llaman terrible; como cuando lo aplican a las obras de Miguel Ángel Bonarrota, que es el único con quien Juni puede compararse (…) Cada figura tiene la belleza que cabe en su carácter (…) Rapidísima es la ejecución de todo el grupo, y el estil rotundamente grandioso, descartada toda menudencia (…) señalamos esta obra por pieza de estudio nacional, para que venga a contemplarla e imitarla la juventud que se destina a la profesión de la escultura”.También el erudito don Martín Fernández de Navarrete, Secretario de la Real Academia de San Fernando, dedicó, en 1832, encendidas alabanzas a la obra: “la más grande y más digna de observarse, por su expres ión animada, por sus actitudes terribles y afectuosas”, estimando que podía compararse con las mejores creaciones de los principales artistas y que “en el idioma de las Artes toca ya a aquel grado de perfección que se llama sublime”.
Al contemplar este retablo es inevitable evocar el desaparecido del Santo Entierro del Convento de San Francisco de Valladolid, quizá conocido por el cliente quien deseó algo semejante. Como en aquél, enmarcan la escena principal, concebida en este caso como altorrelieve, dos intercolumnios en los que se disponen, gesticulantes, dos soldados, uno romano y otro judío. A este respecto, es interesante la opinión de Serrano Fatigati, recogida por Agapito y Revilla, quien al establecer la comparación entre ambas obras se inclina claramente por el Entierro de Valladolid: “En vez de la grandiosidad y reposo que hay en la primera, sobresale en ésta lo ampuloso, el desorden en el movimiento, la exageración en las actitudes, que podrán ser exceso de sentimientos, no lo negamos, pero que son imperio del desequilibrio dentro de la conservación de bastantes condiciones para producir la emoción ética”. Martí y Monsó replicaba estableciendo un paralelismo entre Juni y el Greco y pidiendo la misma comprensión para las “exageraciones” propias de los genios.

Es verdad que la concepción arquitectónica general del retablo, tanto en sus proporciones como en su decoración, muestra un mayor clasicismo del habitual en otros del maestro, sin embargo la figura del Padre Eterno que preside el conjunto mantiene unos paños voladísimos que escapan al marco y toda la escena principal forma un abigarrado conjunto, en el que priman el agobio espacial y la de gestualidad manierista. Por otra parte esta obra contiene más que ninguna otra, según Fernández del Hoyo, un espléndido desnudo con cuidada anatomía, como la de la Virgen, cuyos brazos abiertos, parecen anticipar el concepto artístico de un Gregorio Fernández.
La obra tiene tal unidad, que ha de darse a Juni en su plenitud. La traza acredita el giro decisivo de Juni hacia el clasicismo. Cesó el esquema manierista. Hay una escena principal –el Entierro– en gran altorrelieve, contenido dentro de un cuadrado. A los lados se disponen dos intercolumnios corintios, cuya medida es aproximadamente una cuarta parte de la anchura del retablo. Sobre la escena principal viene un frontón completamente liso, cuyo vértice se interrumpe para alojar un espacio también cuadrado, donde se efigia en pintura la paloma del Espíritu Santo. El retablo carece de banco y tabernáculo. La altura total del retablo viene a ser igual a la anchura. Juni ha orientado su arquitectura hacía los esquemas de Palladio, que hace del cuadrado la quintaesencia de sus proporciones, y por otro lado recomienda el color blanco por ser el más arquitectónico.

En el banco, dentro de óvalos, se ven pinturas, que representan a un rey del Antiguo Testamento y a un Apóstol. Subsisten algunos elementos sueltos de la decoración plateresca. Así, en los intercolumnios unos racimos de frutos, y otras sartas de frutas formando pulseras a los lados del retablo. Sobre el frontón hay una pareja de niños, a la manera miguelangelesca, sosteniendo trapos colgantes. En el coronario del retablo se ven a los lados parejas de niños que sostienen retorcidas tarjas, para colocación de los escudos del propietario. Encima hay bolas, características del nuevo estilo. En la parte central del ático hay un relieve del Padre Eterno, contenido en marco redondo decorado en sus flancos con mascarones. En la capilla hay un letrero, indicando que se hizo en 1565. En la parte superior del retablo se lee la fecha de 1571, que conviene perfectamente a este retablo. Juni contrataba las obras en el triple aspecto de arquitectura, escultura y pintura, y sin duda la obra fue colocada ya con su pintura dicho año de 1571. El estilo es reposadamente clasicista y las formas tan planas están perfectamente de acuerdo con esta datación.

El grupo del Entierro compone un gran altorrelieve. Cristo se ofrece en primer término; su cuerpo ocupa una posición casi horizontal. Descansa sobre un sudario y cubre su desnudez con un pequeño palo. Se revela magnifica su anatomía. El brazo aparece contraído. La Virgen ocupa el punto central y vuelve su mirada hacia el Hijo muerto. Se halla sentada y la pierna derecha avanza hacia adelante y sobre ella descansa un brazo de Cristo. La toca vuela sobre la frente, creando una espesa sombra. Tiene los brazos extendidos, en señal de clamor. Diversas partes de su vestido se sujetan con grandes botones redondos. San Juan se halla en la misma vertical. También su mirada se tiende hacia Cristo, en forzada inclinación, que produce una curvatura del cuello. La cabellera ondulada añade un recuerdo clásico. Su mano izquierda hace un gesto lastimero, acompañado al rostro dolorido. Maria Magdalena se abre paso con dificultad entre el grupo. Exhibe en una mano el vaso de los perfumes; con la otra mano sostiene el sudario. El rebuscamiento de su postura no puede ser más manierista. María Salomé está a la izquierda. Con una mano levanta su toca. Es un recurso creado por el clasicismo (Metopas del Partenón, Apolo del Belvedere), pero que tiene su respuesta asimismo en el arte renaciente (Madonna della Scala, de Andrea del Sarto).

Apolo Belvedere (Museos Vaticanos. Roma)
ANDREA DEL SARTO. Madonna della Scala (Museo del Prado. Madrid)
Los otros dos varones de los extremos son Nicodemo y José de Arimatea, pero es difícil de precisar quién sea cada uno. En la iconografía del Entierro, Nicodemo suele estar a la izquierda y José de Arimatea a la derecha, exhibiendo éste los instrumentos de la pasión (tenazas, espinas, clavos). Arimatea es barbudo y de mayor edad que Nicodemo. Entonces José de Arimatea será el de la derecha, figura nobilísima, sentada, en la típica posición miguelangelesca. Con la mano izquierda sostiene un jarrón. Eleva el brazo derecho, sosteniendo el vestido. Es un rasgo artificioso motivado por una doble razón: estética para equilibrar el gesto de María Salomé, y práctica para no dejar en el aire el brazo, que podría quebrarse. El pie de Arimatea descansa sobre una caja de vendas. Va calzado con una sandalia de tipo romano, de tiras. Nicodemo sostiene el cuerpo de Cristo. Hay un detalle muy de Juni: su mano no se aplica, por decoro, directamente sobre el cuerpo, sino que se sirve del mismo sudario. Se peina descuidadamente, es imberbe y muestra nariz corva.
Juni en la ordenación de este conjunto no ha podido ser más fiel al clasicismo. Todo aparece simétrico: la Virgen con los dos brazos extendidos, los dos santos varones contraponiéndose y asimismo equilibrándose los brazos de María Salomé y José de Arimatea.  La obra tiene un gran horizontalismo: el cuerpo de Cristo, y la isocefalia de las cabezas, en dos filas. Pero junto a ello este Entierro es posiblemente la obra más manierista de Juni. Es un relieve de suaves líneas curvas, que no tiene más explicación que un afán decorativo, pues aquí Juni ha atemperado su dramatismo. El interés ornamental sobrepuja a toda otra intención. Por otro lado, las posturas, siempre forzadas, también son un buen signo manierista.

La poca profundidad del retablo obligó a Juni a concebir esta escena en calidad de relieve, pero de enorme profundidad. Nicodemo y Arimatea, con Cristo, componen un volumen pleno. En el centro la obra se hunde y forma un gran hueco como si fuera una concha. Esta escena acontece delante de un fondo pintado donde se representa Jerusalén. Juni no tiene en cuenta el marco, de suerte que las figuras tapan los lados de éste.
En los intercolumnios que hay en los flancos de la escena principal están situados dos extraños personajes de indumentaria militar. Son figuras de bulto redondo y desempeñan un papel activo, dirigido al espectador. La vocación teatral de estos Entierros fue revelada por Mâle. El de la derecha lleva un casco en forma de gorro frigio, lanza, y espada al cinto; protege su cuerpo con larga loriga de hierro y sus piernas con polainas. Tiene barba. En su rostro aparece una gran risa. Con el brazo derecho extendido, señala al otro compañero del lado opuesto, de quien se burla. Este otro es asimismo soldado, pero romano, como lo indica su coraza thoracata. Parece que uno se escurre en el intercolumnio, mientras que el otro parece estar amenazado de morir aplastado. Se trata de esa angustia espacial tan usada por el manierismo. No se trata de un mero juego, sino de la puesta en escena del drama.

Juni ha repetido aquí lo que ya representó en el martirio de San Sebastián de Medina de Rioseco. Por un lado la disciplina del soldado romano, impertérritamente ejecutando órdenes, y la sórdida alegría del judío, que se complace en el tormento. Juni, por otro lado, no hacía sino dar forma plástica a un modo de pensar típico de los españoles de la época. Nos hallamos en pleno dominio del expresionismo. Por aquí se va hacia Gregorio Fernández, cuyos sayones son herederos de estos guerreros.
El retablo remata con un medallón conteniendo la imagen del Padre Eterno en altorrelieve. Juni podría haber resuelto loa composición con una media figura, el manierismo le concede la oportunidad de introducir la figura entera en este espacio redondo. Para ello ha utilizado la postura sedente. Una mano apoya sobre la bola del mundo; la derecha aparece levantada, en una clásica actitud del maestro. Los pliegues tapan parcialmente el marco. Aquí ha logrado Juni la figura de más bella apariencia. Largas barbas, muy a lo moisés de Miguel Ángel, lo que otorga a la obra su mayor distinción.

Juni entregaría la obra ya policromada. La arquitectura está hecha en dos tonos: dorado y blanco. Los blancos no son repintes, pues en las desportilladuras no se aprecia oro. Esta introducción del blanco se opera en la última etapa del maestro. También dorado liso se emplea en las vestiduras. Otras veces el otro recubre con una capa de barniz, para obtener sutiles esmaltes transparentes. Pero hay asimismo estofados hechos con la técnica del grabado.
Esta obra establece el baremo del arte de Juan de Juni por los años 1570. El clasicismo de la traza se acompaña de un concepto escultórico más reposado. Es de ver la calma que irradia la escena central del Entierro. Es un puro recrearse en las curvas. Juni nos ha dejado aquí una prueba decisiva de su manierismo. El elemento real suministrado por los soldados aparece hipertrofiado para que el espectador pueda sacar consecuencias.

BIBLIOGRAFÍA
  • FERNÁNDEZ DEL HOYO, María Antonia: Juan de Juni: escultor, Universidad de Valladolid, Valladolid, 2012.
  • MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José: Juan de Juni: vida y obra, Ministerio de Cultura, 1974.

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