Ya hemos tratado en bastantes ocasiones la obra del
escultor franco-vallisoletano Juan de Juni, esta será una más, y como de
costumbre con otra obra maestra. Hoy hablaremos sobre el retablo de la Piedad o
del Entierro de Cristo que el de Joigny talló para la capilla intitulada de la
Piedad, propiedad del canónigo fabriquero Juan Rodríguez, de la catedral de
Segovia. Aunque no se encuentra documentado, un solo vistazo nos indica que se
trata de una atribución indudable; los rostros y los movimientos de las
esculturas son su mejor carnet de identidad. Este grupo, realizado entre los
años 1565, en que se edifica la capilla, y 1571, fecha que figura en su remate,
supuso la tercera, y última, vez que Juni aborda la representación del Entierro
de Cristo.
La obra fue estimada desde antiguo, y también
discutida. Palomino dejo escrito que había visto en la catedral de Segovia “una
medalla de todo relieve (…) que es el Entierro de Cristo, de figuras del
natural, que iguala a cuando se ha visto del gran Miguel Ángel; y tiene a los
lados dos soldados caprichosamente vestidos y con rostro tan afligido que
mueven a ternura y llanto”. Ponz considera el altar “todo él obra de
Juan de Juni” y afirma que “lo principal es un medio relieve que
representa el Descendimiento de la Cruz en figuras del natural o mayores; hay
acompañamiento de mujeres, soldados de cuerpo entero entre columnas y otros
objetos de niños y adornos, etc., manifestándose en todo ello el extraordinario
espíritu del artífice”.
Bosarte, entusiasta siempre de Juni, extrema en este
caso sus elogios: “El diseño de toda la obra toca en aquel grado de fuerza
que en los talleres de las artes llaman terrible; como cuando lo aplican a las
obras de Miguel Ángel Bonarrota, que es el único con quien Juni puede
compararse (…) Cada figura tiene la belleza que cabe en su carácter (…)
Rapidísima es la ejecución de todo el grupo, y el estil rotundamente grandioso,
descartada toda menudencia (…) señalamos esta obra por pieza de estudio
nacional, para que venga a contemplarla e imitarla la juventud que se destina a
la profesión de la escultura”.También el erudito don Martín Fernández de
Navarrete, Secretario de la Real Academia de San Fernando, dedicó, en 1832,
encendidas alabanzas a la obra: “la más grande y más digna de observarse,
por su expres ión animada, por sus actitudes terribles y afectuosas”,
estimando que podía compararse con las mejores creaciones de los principales
artistas y que “en el idioma de las Artes toca ya a aquel grado de
perfección que se llama sublime”.
Al contemplar este retablo es inevitable evocar el
desaparecido del Santo Entierro del Convento de San Francisco de Valladolid,
quizá conocido por el cliente quien deseó algo semejante. Como en aquél,
enmarcan la escena principal, concebida en este caso como altorrelieve, dos
intercolumnios en los que se disponen, gesticulantes, dos soldados, uno romano
y otro judío. A este respecto, es interesante la opinión de Serrano Fatigati,
recogida por Agapito y Revilla, quien al establecer la comparación entre ambas
obras se inclina claramente por el Entierro de Valladolid: “En vez de la
grandiosidad y reposo que hay en la primera, sobresale en ésta lo ampuloso, el
desorden en el movimiento, la exageración en las actitudes, que podrán ser
exceso de sentimientos, no lo negamos, pero que son imperio del desequilibrio
dentro de la conservación de bastantes condiciones para producir la emoción
ética”. Martí y Monsó replicaba estableciendo un paralelismo entre Juni y
el Greco y pidiendo la misma comprensión para las “exageraciones” propias de
los genios.
Es verdad que la concepción arquitectónica general del
retablo, tanto en sus proporciones como en su decoración, muestra un mayor
clasicismo del habitual en otros del maestro, sin embargo la figura del Padre
Eterno que preside el conjunto mantiene unos paños voladísimos que escapan al
marco y toda la escena principal forma un abigarrado conjunto, en el que priman
el agobio espacial y la de gestualidad manierista. Por otra parte esta obra
contiene más que ninguna otra, según Fernández del Hoyo, un espléndido desnudo
con cuidada anatomía, como la de la Virgen, cuyos brazos abiertos, parecen
anticipar el concepto artístico de un Gregorio Fernández.
La obra tiene tal unidad, que ha de darse a Juni en su
plenitud. La traza acredita el giro decisivo de Juni hacia el clasicismo. Cesó
el esquema manierista. Hay una escena principal –el Entierro– en gran
altorrelieve, contenido dentro de un cuadrado. A los lados se disponen dos
intercolumnios corintios, cuya medida es aproximadamente una cuarta parte de la
anchura del retablo. Sobre la escena principal viene un frontón completamente
liso, cuyo vértice se interrumpe para alojar un espacio también cuadrado, donde
se efigia en pintura la paloma del Espíritu Santo. El retablo carece de banco y
tabernáculo. La altura total del retablo viene a ser igual a la anchura. Juni
ha orientado su arquitectura hacía los esquemas de Palladio, que hace del
cuadrado la quintaesencia de sus proporciones, y por otro lado recomienda el
color blanco por ser el más arquitectónico.
En el banco, dentro de óvalos, se ven pinturas, que
representan a un rey del Antiguo Testamento y a un Apóstol. Subsisten algunos
elementos sueltos de la decoración plateresca. Así, en los intercolumnios unos
racimos de frutos, y otras sartas de frutas formando pulseras a los lados del
retablo. Sobre el frontón hay una pareja de niños, a la manera miguelangelesca,
sosteniendo trapos colgantes. En el coronario del retablo se ven a los lados
parejas de niños que sostienen retorcidas tarjas, para colocación de los
escudos del propietario. Encima hay bolas, características del nuevo estilo. En
la parte central del ático hay un relieve del Padre Eterno, contenido en marco
redondo decorado en sus flancos con mascarones. En la capilla hay un letrero,
indicando que se hizo en 1565. En la parte superior del retablo se lee la fecha
de 1571, que conviene perfectamente a este retablo. Juni contrataba las obras
en el triple aspecto de arquitectura, escultura y pintura, y sin duda la obra
fue colocada ya con su pintura dicho año de 1571. El estilo es reposadamente
clasicista y las formas tan planas están perfectamente de acuerdo con esta
datación.
El grupo del Entierro compone un gran altorrelieve.
Cristo se ofrece en primer término; su cuerpo ocupa una posición casi
horizontal. Descansa sobre un sudario y cubre su desnudez con un pequeño palo.
Se revela magnifica su anatomía. El brazo aparece contraído. La Virgen ocupa el
punto central y vuelve su mirada hacia el Hijo muerto. Se halla sentada y la
pierna derecha avanza hacia adelante y sobre ella descansa un brazo de Cristo.
La toca vuela sobre la frente, creando una espesa sombra. Tiene los brazos
extendidos, en señal de clamor. Diversas partes de su vestido se sujetan con
grandes botones redondos. San Juan se halla en la misma vertical. También su
mirada se tiende hacia Cristo, en forzada inclinación, que produce una
curvatura del cuello. La cabellera ondulada añade un recuerdo clásico. Su mano
izquierda hace un gesto lastimero, acompañado al rostro dolorido. Maria
Magdalena se abre paso con dificultad entre el grupo. Exhibe en una mano el
vaso de los perfumes; con la otra mano sostiene el sudario. El rebuscamiento de
su postura no puede ser más manierista. María Salomé está a la izquierda. Con
una mano levanta su toca. Es un recurso creado por el clasicismo (Metopas
del Partenón, Apolo del Belvedere), pero que tiene su respuesta
asimismo en el arte renaciente (Madonna della Scala, de Andrea del
Sarto).
Apolo Belvedere (Museos Vaticanos. Roma) |
ANDREA DEL SARTO. Madonna della Scala (Museo del Prado. Madrid) |
Los otros dos varones de los extremos son Nicodemo y
José de Arimatea, pero es difícil de precisar quién sea cada uno. En la
iconografía del Entierro, Nicodemo suele estar a la izquierda y José de
Arimatea a la derecha, exhibiendo éste los instrumentos de la pasión (tenazas,
espinas, clavos). Arimatea es barbudo y de mayor edad que Nicodemo. Entonces
José de Arimatea será el de la derecha, figura nobilísima, sentada, en la
típica posición miguelangelesca. Con la mano izquierda sostiene un jarrón.
Eleva el brazo derecho, sosteniendo el vestido. Es un rasgo artificioso
motivado por una doble razón: estética para equilibrar el gesto de María
Salomé, y práctica para no dejar en el aire el brazo, que podría quebrarse. El
pie de Arimatea descansa sobre una caja de vendas. Va calzado con una sandalia
de tipo romano, de tiras. Nicodemo sostiene el cuerpo de Cristo. Hay un detalle
muy de Juni: su mano no se aplica, por decoro, directamente sobre el cuerpo,
sino que se sirve del mismo sudario. Se peina descuidadamente, es imberbe y
muestra nariz corva.
Juni en la ordenación de este conjunto no ha podido
ser más fiel al clasicismo. Todo aparece simétrico: la Virgen con los dos
brazos extendidos, los dos santos varones contraponiéndose y asimismo
equilibrándose los brazos de María Salomé y José de Arimatea. La obra
tiene un gran horizontalismo: el cuerpo de Cristo, y la isocefalia de las
cabezas, en dos filas. Pero junto a ello este Entierro es posiblemente la obra
más manierista de Juni. Es un relieve de suaves líneas curvas, que no tiene más
explicación que un afán decorativo, pues aquí Juni ha atemperado su dramatismo.
El interés ornamental sobrepuja a toda otra intención. Por otro lado, las
posturas, siempre forzadas, también son un buen signo manierista.
La poca profundidad del retablo obligó a Juni a
concebir esta escena en calidad de relieve, pero de enorme profundidad.
Nicodemo y Arimatea, con Cristo, componen un volumen pleno. En el centro la
obra se hunde y forma un gran hueco como si fuera una concha. Esta escena acontece delante de un fondo pintado donde
se representa Jerusalén. Juni no tiene en cuenta el marco, de suerte que las
figuras tapan los lados de éste.
En los intercolumnios que hay en los flancos de la
escena principal están situados dos extraños personajes de indumentaria
militar. Son figuras de bulto redondo y desempeñan un papel activo, dirigido al
espectador. La vocación teatral de estos Entierros fue revelada por Mâle. El de
la derecha lleva un casco en forma de gorro frigio, lanza, y espada al cinto;
protege su cuerpo con larga loriga de hierro y sus piernas con polainas. Tiene
barba. En su rostro aparece una gran risa. Con el brazo derecho extendido,
señala al otro compañero del lado opuesto, de quien se burla. Este otro es
asimismo soldado, pero romano, como lo indica su coraza thoracata. Parece que
uno se escurre en el intercolumnio, mientras que el otro parece estar amenazado
de morir aplastado. Se trata de esa angustia espacial tan usada por el
manierismo. No se trata de un mero juego, sino de la puesta en escena del
drama.
Juni ha repetido aquí lo que ya representó en el
martirio de San Sebastián de Medina de Rioseco. Por un lado la disciplina del
soldado romano, impertérritamente ejecutando órdenes, y la sórdida alegría del
judío, que se complace en el tormento. Juni, por otro lado, no hacía sino dar
forma plástica a un modo de pensar típico de los españoles de la época. Nos
hallamos en pleno dominio del expresionismo. Por aquí se va hacia Gregorio
Fernández, cuyos sayones son herederos de estos guerreros.
El retablo remata con un medallón conteniendo la
imagen del Padre Eterno en altorrelieve. Juni podría haber resuelto loa
composición con una media figura, el manierismo le concede la oportunidad de
introducir la figura entera en este espacio redondo. Para ello ha utilizado la
postura sedente. Una mano apoya sobre la bola del mundo; la derecha aparece
levantada, en una clásica actitud del maestro. Los pliegues tapan parcialmente
el marco. Aquí ha logrado Juni la figura de más bella apariencia. Largas
barbas, muy a lo moisés de Miguel Ángel, lo que otorga a la obra su mayor
distinción.
Juni entregaría la obra ya policromada. La
arquitectura está hecha en dos tonos: dorado y blanco. Los blancos no son
repintes, pues en las desportilladuras no se aprecia oro. Esta introducción del
blanco se opera en la última etapa del maestro. También dorado liso se emplea
en las vestiduras. Otras veces el otro recubre con una capa de barniz, para
obtener sutiles esmaltes transparentes. Pero hay asimismo estofados hechos con
la técnica del grabado.
Esta obra establece el baremo del arte de Juan de Juni
por los años 1570. El clasicismo de la traza se acompaña de un concepto
escultórico más reposado. Es de ver la calma que irradia la escena central del
Entierro. Es un puro recrearse en las curvas. Juni nos ha dejado aquí una
prueba decisiva de su manierismo. El elemento real suministrado por los
soldados aparece hipertrofiado para que el espectador pueda sacar
consecuencias.
BIBLIOGRAFÍA
- FERNÁNDEZ DEL HOYO, María Antonia: Juan de Juni: escultor, Universidad de Valladolid, Valladolid, 2012.
- MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José: Juan de Juni: vida y obra, Ministerio de Cultura, 1974.
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