viernes, 12 de abril de 2013

SAPIENTIA AEDIFICAVIT SIBI DOMUM. El retablo de la desaparecida capilla de la Universidad


Hasta su demolición a principios del siglo XX, la capilla fue, desde un punto de vista monumental, artístico y ceremonial, la dependencia más importante de la Universidad. Se hallaba bajo la advocación de San Juan Evangelista. Estructuralmente era una sencilla construcción tardogótica, fechable a comienzos del siglo XVI, que se componía de una única y amplia nave, de cinco o seis tramos, y cabecera plana. En un principio estuvo cubierta por bóveda de crucería, apoyada en contrafuertes, de los cuales se traslucían al exterior los de la cabecera. Esta se hallaba en la calle de la Librería, próxima a la plaza de Santa Cruz. Gracias a una fotografía externa se puede deducirse que su aspecto era similar al de la iglesia de San Benito. La parte inferior aparece engrosada, mediante un zócalo, que se cubre en talud. En medio había un gran escudo, dentro de alfiz, datable en la época de los Reyes Católicos, pues tenía el águila de San Juan. Sobre su cubierta, la capilla poseía, al menos en la segunda mitad del siglo XVIII, una torre, que probablemente contendría el reloj, y una espadaña, donde se habría instalado la campana grande de éste. La capilla se bendijo en 1517, pero ya funcionaba con anterioridad.
A lo largo de sus casi cuatro siglos de existencia, la capilla del antiguo edificio de la Universidad poseyó al menos dos retablos. Nada se conserva del primero de ellos, realizado hacia 1529-1530 por el gran pintor vallisoletano Antonio Vázquez.
En 1680 el retablo tenía tres esculturas de santos, a lo que por entonces se consideraba “muy antiguos”. No hay datos que permitan saber si pertenecían al retablo pintado por Antonio Vázquez o a otro posterior. En cualquier caso se encontraban muy deteriorados. Se encargó su restauración al escultor Francisco de Tudanca, quien cobró 50 reales por ello. A pesar de esa restauración, en 1737 no se consideró apropiada la escultura que representaba a San Nicolás, por encontrarse en mal estado, por lo que se decidió sustituirla por otra nueva, realizada en 1742. Se acompañó de otras dos imágenes, San Juan Evangelista y a Santa Catalina, todas ellas obras del escultor José Fernández. Nada de ellos ha llegado tampoco hasta nosotros.
En 1788 el retablo existente en aquel momento se desmoronaba debido a la carcoma, por lo que se decidió encargar uno nuevo al escultor y ensamblador vallisoletano Eustaquio Bahamonde. Dicho retablo alcanzó unas dimensiones enormes: subía por encima del presbiterio hasta unos trece metros y medio de altura, por lo que fue necesario cegar le ventana del testero de la capilla. Su planta recta se ajustaba a la cabecera plana de la capilla. Aunque no se labró en un material pétreo, como establecía la norma dictada por Carlos III en 1777 sobre los retablos, se fingió el mármol en los netos y, sobre todo, en los fustes de las columnas, cuyo estucado se reforzó con una tela pegada a la madera. El marmoleado se complementó con el dorado de los capiteles y otros elementos, a imitación del bronce. De todo ello se encargaron los policromadores y estucadores Gabriel Fernández y José Miguel.

Al mismo tiempo que el retablo, Bahamonde, realizó también para la capilla, una cátedra, varios asientos doctorales y los marcos de las puertas laterales del presbiterio, rematadas en frontones curvos.
La estructura del retablo y el lenguaje formal empleado en él se ajustaban al nuevo gusto neoclásico que se imponía por esos años desde los círculos académicos. La composición enlazaba con un esquema que obtuvo un gran éxito en el arte español a fines del siglo XVI y primeras décadas del XVII, tanto para las fachadas como para los retablos. Esta fórmula vignolesco-herreriana combinaba un cuerpo bajo tripartito, organizado por columnas o pilastras, con un ático de menor anchura, coronado por frontón y flanqueado por aletones para facilitar la transición. En el retablo de la capilla de la Universidad de Valladolid el ático alcanzó una altura proporcional mayor a lo habitual, con objeto de llenar en lo posible la superficie disponible y producir un efecto de grandiosidad.
La mazonería del retablo albergaba seis lienzos. El de mayor tamaño, que ocupaba toda la calle central, contenía la imagen del titular de la capilla, San Juan Evangelista (232 x 173 cms.). De este modo se recogía la advocación de una de las capillas de la Colegiata en las que se celebraron claustros universitarios y concedieron grados aún cuando la Universidad contaba ya con su propio edificio. El motivo iconográfico elegido fue el de San Juan en Patmos. El evangelista gira su cuerpo para recibir el rayo de la inspiración divina, lo que le permite ofrecer a la vista del espectador el comienzo del Evangelio que está realizando. La figura de San Juan posee una notable monumentalidad en este lienzo. Por detrás se alza un árbol, recurso muy del gusto del autor de esta pintura, Ramón Canedo, para enmarcar o reforzar la figura humana. El fondo de la escena se abre a la izquierda para dejar ver un fragmento de paisaje marino que identifica el lugar como una isla. Por debajo asoma el águila, atributo del Evangelista.

En la calle del evangelio se encontraba el lienzo dedicado a San Agustín (182 x 94 cms.). El formato del lienzo es vertical, con lo cual se le muestra de cuerpo entero. Su representación dio lugar a un incidente. La primera pintura con este tema que se hizo para el retablo, obra también de Canedo, fue rechazada por su iconografía inapropiada, ya que figuraba al santo “en el acto de su conversión”. Se pintó entonces otra imagen en la que San Agustín aparecía ya como doctor, en el acto de escribir bajo la iluminación divina. Por encima de él se localizaba el lienzo dedicado San Gregorio Magno (83 x 94 cms.), ataviado como Papa, con una capilla y un bonete rojos, forrados de armiño. Entre los bordados de oro de la estola que lleva por encima, se ven las figuras de San Pedro y San Pablo y las llaves cruzadas del Sumo Pontífice, que le identifican como tal, pero que remiten de nuevo al emblema de la Universidad de Valladolid.

De manera simétrica encontramos en el lado de la Epístola a San Ambrosio (83 x 94 cms.), de medio cuerpo, caracterizado como obispo a través de la capa pluvial, la cruz pectoral y la de pontifical que asoma por detrás de su media figura. Al igual que los otros Padres de la Iglesia, se presenta con el cuerpo girado en tres cuartos y la cabeza inclinada hacia arriba, de donde llega la luz de la revelación sobrenatural.
Por debajo de él se encontraba el lienzo que representa a San Jerónimo (182 x 94 cms.). De acuerdo con una de sus iconografías más habituales, la de penitente. Se le representa semidesnudo en el desierto de Calcis. Junto a él, un león. Sobre una mesa se hallan un libro, en alusión a su traducción al latín del Antiguo Testamento, conocida como la Vulgata, y los instrumentos de su meditación (un sencillo crucifijo y una calavera).

Como patrón de la Universidad de Valladolid, San Nicolás de Bari (231 x 168 cms.), ocupaba un lugar destacado en el retablo, en el ático. Para su representación se escogió su imagen apoteósica, que le mostraba subiendo al cielo sobre nubes y entre ángeles portadores de sus insignias episcopales (mitra, libro y báculo). En un ángulo aparece uno de sus atributos más característicos, los tres niños en un cubo de de madera, en recuerdo de cómo el santo, según la leyenda, resucitó milagrosamente a tres jóvenes a los que un carnicero había asesinado y puesto en salazón tras haberle pedido albergue. Por debajo del tonel se lee la firma del pintor “Diego Pérez Martínez”. Existía la tradición de que la comunidad universitaria acudiera a la desaparecida iglesia colocada bajo la advocación del santo, junto al Puente Mayor, el día de su festividad, pero en el siglo XVIII se suprimió.

La autoría de las pinturas se repartió entre Ramón Canedo (ca. 1736-1801), quien llevó a cabo las de San Juan, San Jerónimo y San Agustín, y Diego Pérez (1750-1811), a cuyo cargo corrieron las de San Gregorio, San Ambrosio y San Nicolás de Bari. Por aquellos años ambos mantenían una fuerte rivalidad en el seno de la Academia de la Purísima Concepción, donde Diego Pérez era Director de Dibujo, mientras que Joaquín Canedo (+ 1901), Académico de Mérito, al que la historiografía hace hijo de Ramón, aunque a éste la documentación le señala como “Canedo menor”, había sido expulsado de la institución por insubordinación.
Ramón Canedo ya trabajaba para la Universidad desde 1771. Prueba de que gozaba de la confianza del claustro universitario es que en 1789 pintó el retrato de Carlos IV. Pero en 1788 Diego Pérez se debió de presentar ante la Universidad como la máxima autoridad local en el campo de la pintura, con la intención de quedarse con la adjudicación de las pinturas del retablo. Para dirimir el asunto, en abril de ese mismo año se enviaron obras de ambos pintores a la Real Academia de San Fernando, donde fueron examinadas. El dictamen fue demoledor, pues los lienzos no fueron de su gusto, por lo que no emitió dictamen a favor de ninguno de los artistas. La Universidad llegó a una fórmula de compromiso. Tras haber pagado 4.100 reales a Ramón Canedo por cinco pinturas para el retablo, sólo se colocaron tres. Las otras dos serán las que representan a San Gregorio y San Ambrosio (93 x 105 cms.), firmadas por Joaquín Canedo en 1788, que se colgaron finalmente en la sacristía. Las idénticas fechas de realización e iconografía y las similares dimensiones con respecto a las del retablo confirman este cambio. El San Agustín que se retiró del retablo, perdido en la actualidad, se enmarcó en 1791. El pago de 1.000 reales efectuado a Ramón Canedo dos años antes por “dos santos doctores para la sacristía” parece que se refiere más bien a los pintados por Joaquín.

Joaquín Canedo. Lienzo de San Gregorio que se colocó en la sacristía
Joaquín Canedo. Lienzo de San Ambrosio que se colocó en la sacristía
Las pinturas de Ramón Canedo en el retablo presentan una gran contención y academicismo, aunque mantienen cierto interés por el color y el movimiento de la figura, como se puede ver en las de San Juan y San Jerónimo. El estilo de Diego Pérez es más estático y, sobre todo, más luminoso. Sus personajes se sitúan en atmósferas diáfanas, de luz plateada. La escasa variedad cromática y la gama tonal limitada llegan a empobrecer el resultado, como se puede ver en el San Ambrosio. Una sintonía con los Bayeu o con Maella se pueda apreciar en el San Nicolás. El santo y los ángeles apoyan en unas masas nubosas pesadas, de apariencia casi rocosa. Una fusión de ambas tendencias se aprecia en el San Agustín rehecho. Obligado a pintar de nuevo al santo, parece que Canedo actuó en él bajo la influencia de Diego Pérez, pues es el más luminoso y reposado de sus cuadros. La cabeza del santo se ha suavizado en sus facciones con respecto al San Jerónimo y posee una ligera dignidad.
Tras el derribo de la Universidad en 1909, el retablo se fragmentó y se distribuyó por diversos lugares de la institución. En el proceso se perdieron algunos elementos de su arquitectura, pero se conserva la mayor parte. Sus grandes dimensiones imposibilitan su montaje.


BIBLIOGRAFÍA

  • REDONDO CANTERA, María José (coord.) y MORENO LÓPEZ, Ángeles (et. lit.): Tradición y futuro. La Universidad de Valladolid a través de nuevo siglos, Universidad de Valladolid, Valladolid
  • REDONDO CANTERA, María José: “El edificio de la Universidad durante los siglos XVII y XVIII” en Historia de la Universidad de Valladolid, tomo II, Universidad de Valladolid, Valladolid, 1989, pp. 649-663

1 comentario:

  1. Dos mínimas puntualizaciones de este magnífico post: cuando te refieres al lienzo de San Gregorio del retablo, lo que llamas "capilla" se llama "muceta" y el "bonete rojo" se llama "camauro", y es un gorro de terciopelo con ribete de armiño. http://panoramacatolico.info/sites/panoramacatolico.info/files/imagecache/grande/Papa%20con%20el%20camauro_thumb%5B2%5D.jpg

    ResponderEliminar