viernes, 29 de enero de 2021

El retablo mayor de la iglesia del Salvador de Simancas (Juan Bautista Beltrán, Inocencio Berruguete, Juan de Anchieta y Francisco de la Maza, 1562-1571)

 

Hoy nos vamos a trasladar a unos pocos kilómetros de la capital, concretamente a Simancas, para descubrir uno de los múltiples tesoros que custodia su iglesia parroquial. Se trata de su retablo mayor, posiblemente una de las máquinas lígneas más impresionantes del momento, pero a la vez una de las que poseen una historia constructiva más enrevesada. El retablo fue contratado el 8 de agosto de 1562 por el sobrino de Alonso Berruguete, Inocencio Berruguete, y Bautista Beltrán por la cantidad de 600 ducados. Aunque se comprometieron a fabricarlo entre ambos en el plazo de dos años, el 27 de enero de 1563 subcontrataron la fabricación del ensamblaje con Cristóbal de Umaña y Blas de Arbizu. Como se introdujeron mejoras en el retablo el precio se incrementó desde los 600 ducados referidos hasta los 800 ducados al verificar la tasación efectuada en 1566. Fue ya en 1567 cuando se arreglaron las cuentas, llamando la atención que la mayor parte de los pagos se abonaran a favor de Juan Bautista Beltrán, quizás por su mayor dedicación en el encargo. A partir de entonces Inocencio Berruguete abandonó la obra, en la que permaneció sólo Bautista Beltrán cobrando una demasía de escultura, que el obispo de Palencia había valorado en 200 ducados más, como ya hemos visto. En 1569 falleció Beltrán, de suerte que su viuda siguió percibiendo las cantidades adeudadas a su marido.

Sería por entonces cuando se desarmó el retablo para que el pintor Jerónimo Vázquez procediera a su policromado. Asimismo, aprovechando esta circunstancia se añadieron en el basamento cuatro relieves con los Padres de la Iglesia y también los escudos de Simancas y de Castilla y León, estos dos últimos labrados por el notable escultor Francisco de la Maza, de quien se conserva en la iglesia una de sus obras maestras, el retablo de la Piedad. Tras finalizar el proceso de policromado, en 1571 Umaña volvió a asentar el retablo, dando así por concluida definitivamente la obra. Como anécdota, el retablo viejo fue vendido a la parroquial de Puente Duero, desapareciendo en fecha desconocida.

Escudo de Simancas
San Gregorio y San Jerónimo

El retablo, que adopta la forma de “tríptico”, posee planta poligonal que se adapta perfectamente a la forma angulosa de la cabecera. Se estructura en basamento, un estrecho banco, un solo cuerpo con tres calles y un ático con un banco estrecho en los laterales -al igual que el basamento- y abierto y más desarrollado en la parte central. A los lados el retablo se ve cerrado por sendos guardapolvos con prolija decoración vegetal, figurativa y de cueros recortados, todo muy del gusto de la época. En el basamento encontramos en los extremos los citados escudos de Simancas y de Castilla y León, obra de Francisco de la Maza, y en la vertical de las columnas centrales dos pares de relieves que representan a los cuatro padres de la Iglesia. Ascendemos ya hacia el retablo propiamente dicho. En el banco se disponen las ménsulas sobre las que asientan las cuatro columnas que articulan el cuerpo principal y único del retablo. Entre las ménsulas, en las calles laterales, sendos relieves apaisados representando la Adoración de los Reyes Magos (evangelio) y el Juicio Final (epístola) -este último sorprende por su dinamismo y por la proliferación de desnudos- y en el espacio central una custodia flanqueada por dos relieves del Encuentro de Melquisedec y Abraham. La custodia realizada en aquellos momentos, de la que tan solo queda el relieve de la puerta, una Resurrección, ha desaparecido, como también la que vino a sustituirla y que fabricó el tallista y escultor vallisoletano Pedro Bahamonde en 1735.

Adoración de los Reyes Magos

El Juicio Final

El cuerpo del retablo presenta en su parte central un gigantesco tablero con la Transfiguración que ocupa la totalidad de la calle y cuya composición se divide en dos espacios claramente diferenciados: la tierra y el cielo. En la parte celestial aparecen suspendidos en el aire Cristo flanqueado por los profetas Moisés y Elías, mientras que en la tierra, concretamente en el Monte Tabor, encontramos a los tres discípulos predilectos: San Pedro, Santiago y San Juan.

La Transfiguración

Por su parte, en las calles laterales encontramos otros dos relieves de menor tamaño y metidos en cajas rematadas por un frontón triangular sobre el que se recuestan una serie de personajes y que nos recuerdan a las Tumbas Mediceas que construyó tiempo atrás Michelangelo Buonarroti para la Basílica de San Lorenzo de Florencia y que en España hicieron acto de aparición en el retablo mayor de la catedral de Astorga, al frente de cuya obra se encontró Gaspar Becerra, introductor del romanismo en España. En la calle del lado del Evangelio tenemos Pentecostés y en la del Evangelio a Cristo predicando. Posiblemente este último episodio se trate del Sermón de la montaña (Mt. 5, 1; 7, 28), uno de los momentos más trascendentes del Nuevo Testamento dado que durante el mismo Cristo transmite enseñanzas tan fundamentales como las Bienaventuranzas, el Padrenuestro e incluso propugna el rechazo a la ley del talión. Narrado por San Mateo, el resto de evangelistas omiten este pasaje salvo San Lucas que lo cita de pasada, si bien localiza el sermón en un llano a orillas del lago de Genesaret.

Pentecostés
Cristo predicando

Y, finalmente, llegamos al ático, en el que observamos cuatro figuras sobre los trozos de entablamento que soportan las columnas del cuerpo. Sobre los entablamentos exteriores asientan los profetas Moisés y Aarón, mientras que sobre las interiores campean la Virgen y San Juan flanqueando la figura del Crucificado, formando, por lo tanto, un usual Calvario. La figura de Cristo se recorta sobre una pintura que completa la escena de la Crucifixión y que se debe a los discretos pinceles de Jerónimo Vázquez tal y como lo denota su estilo y el hecho de que se le contratara para policromar el retablo. Remata este gigantesco medallón un grupo escultórico compuesto por el Padre Eterno bendiciendo y sujetando el orbe y bajo él dos jóvenes angelotes en elegantes disposiciones. En lo que sería la prolongación de las calles laterales en el ático encontramos dos relieves apaisados con los episodios de Cristo con la cruz a cuestas (Evangelio) y el Prendimiento (Epístola). Por lo demás, toda la superficie arquitectónica del retablo está profusamente decorada con los repertorios ornamentales típicos de este momento: angelotes en las más diversas posiciones, tarjas o cueros recortados, otras figuras míticas o bíblicas, elementos vegetales, etc.

Moisés
Aarón

Hemos visto quienes fueron los encargados de la construcción del retablo en su parte arquitectónica, también en la pictórica, tanto en su policromía como en la pintura en tabla situada tras el Crucificado, pero ¿quién fue el escultor o los escultores que labraron las imágenes y relieves que exhibe la gigantesca máquina? Pues bien, la respuesta nos la dio hace no muchos años Luis Vasallo, profesor del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Valladolid y uno de los máximos expertos en Juan de Anchieta, el escultor vasco a quien se atribuyen sin lugar a dudas la totalidad de la escultura del retablo. Atribución por cuanto no se ha encontrado el contrato de ejecución de las mismas puesto que dudas para su asignación hay pocas, por no decir ninguna. Antiguamente se había venido asignando la ejecución de las esculturas al desconocido Bautista Beltrán ya que, como vimos, Inocencio Berruguete se marchó con la obra aún en marcha. Señala Vasallo que Bautista Beltrán debió ser más un entallador ocupado en labores decorativas que un verdadero escultor, por lo que todo indica que la parte escultórica se encargó a un oficial solvente, y efectivamente así fue puesto que de ella se ocupó el joven Juan de Anchieta. Aunque la asignación definitiva de la parte escultórica a Anchieta fue dada por Vasallo, ya anteriormente varios autores habían observado algunas similitudes entre la imaginería de este retablo y la obra de Anchieta. Son los casos de Azcárate, Echeverría Goñi y Vélez Chaurri.

Como señala Vasallo: “Los tipos humanos pertenecen al universo de Anchieta (…) el retablo de Simancas, exponente del momento crucial vivido por la escultura castellana después de 1560 -donde se combinan composiciones a la moda astorgana con otras basadas en la tradición narrativa anterior- es una obra compleja, donde se describe la mano de un joven artista, todavía en formación, abierto a múltiples influencias y en busca de un estilo propio. Ese artista no fue otro que Juan de Anchieta, que se afirma como el principal escultor de esta empresa (…) El conjunto es un buen ejemplo del grado de introducción de las novedades romanistas inmediatamente después de la finalización de la máquina de Astorga. En la arquitectura se incluyeron claros modismos becerrescos en forma de mensulones de talla vegetal, frontones decorados con parejas de ignudi recostados, espejos con el marco decorado con niños y frutas, así como el característico remate horizontal con imágenes sobre columnas. Los grandes tableros del cuerpo principal recuerdan inmediatamente las soluciones en pro de la claridad argumental adoptadas en Astorga, donde las imágenes ganan en monumentalidad y se subraya su volumetría, al tiempo que los tableros atienden a composiciones sencillas que favorecen la asimilación y correcta interpretación de las escenas. Todo ello se compensa con una enorme proliferación de grutescos al gusto de Inocencio, donde proliferan los desnudos. Se logra con todo ello un evidente equilibro entre imaginería y arquitectura, una de las principales aportaciones del arte de Becerra. Juan de Anchieta aplicó por primera vez en esta obra las novedades formales asimiladas en Astorga, aderezadas por los modismos berruguetescos y juniano aprendidos durante su etapa de formación. Así, por ejemplo, junto a relieves en los que predomina el relato prolijo, con abundancia de figuras de pequeño formato que llenan casi completamente la composición, como los de la predela y ático, aparecen otro –precisamente los del cuerpo principal– que se asocian claramente a la obra asturicense en su grandiosidad y en el tratamiento estereotipado de composiciones, figuras y expresiones”.

Cristo con la cruz a cuestas

El Prendimiento

 

BIBLIOGRAFÍA

MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José: Catálogo Monumental de la provincia de Valladolid. Tomo VI. Antiguo partido judicial de Valladolid, Diputación de Valladolid, Valladolid, 1973.

VASALLO TORANZO, Luis: Juan de Anchieta. Aprendiz y oficial de escultura en Castilla (1551-1571), Universidad de Valladolid, Valladolid, 2012.

viernes, 22 de enero de 2021

El pintor neoclásico Agapito López San Román (Madrid, 1801- Valladolid, 1873)


La pintura neoclásica española no es ciertamente el capítulo más popular y conocido de la Historia del Arte patria. A grandes rasgos podemos señalar que el patriarca de este nuevo movimiento en España, el Neoclasicismo, en lo que respecta a pintura es Anton Rapahel Mengs (1728-1779), si bien al igual que le ocurre a otros maestros casi contemporáneos como Mariano Salvador Maella (1739-1819) o Francisco de Goya (1746-1828), ese estilo tan solo lo desarrollaron durante una parte de su vida puesto que anteriormente estuvieron bajo la influencia del Rococó. Neoclásicos puros podemos considerar ya a Vicente López Portaña (1772-1850), y al grupo conformado por José de Madrazo (1781-1859), José Aparicio (1770-1838) y Juan Antonio de Ribera (1779-1860), apodados “Los Davidianos” por la ascendencia artística que ejerció sobre los tres el genial Jacques Louis David (1748-1825), posiblemente la figura cumbre de la pintura neoclásica.

Las corrientes clasicistas del siglo XVIII, que pretendían un arte inspirado en la Antigüedad grecorromana, produjeron en realidad un largo camino de maduración y pretensiones que solo llegan a cuajar, en el caso pictórico, en la obra de David, quien logró despojar a la pintura de las herencias del barroco. Como ya hemos referido brevemente, este periodo de gestación y pretensión neoclásico, variable en toda Europa, discurre en España desde la llegada de Mengs hasta las primeras davidianas de Aparicio, Madrazo y Ribera, en los inicios del siglo XIX. Éste será el auténtico Neoclasicismo pictórico español, seguidor de los dictados de la escuela de David, culminación y logro de la corriente clasicista del siglo XVIII.

JOSÉ DE MADRAZO. La muerte de Viriato, jefe de los Lusitanos (1807). Museo Nacional del Prado, Madrid

JUAN ANTONIO DE RIBERA. Cincinato abandona el arado para dictar leyes a Roma (1806). Museo Nacional del Prado

Este periodo neoclásico de estirpe internacional se produjo en la Corte porque sus pintores pudieron ir a formarse a París con David, a beber en las fuentes neoclásicas más puras, a diferencia de los catalanes que, por falta de una información tan directa, no llegan a alcanzar una pintura de tal rotundidad neoclásica, adoleciendo de resabios del barroco clasicista y provincianismo. En cuanto a su duración, ocupa prácticamente el reinado de Fernando VII, prolongándose hasta mediados de siglo y aún más allá a la sombra del academicismo oficial.

Recientemente ha sido recuperada otra figura de relumbrón, el murciano Rafael Tegeo (1798-1856), gracias a la exposición que le dedicó en 2018 el Museo del Romanticismo y que estuvo comisariada por Asunción Cardona y el gran Carlos G. Navarro (@CarlosG_Navarro por si queréis seguirle en Twitter), a quien, por cierto, también debemos la exquisita exposición “Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideología y artes plásticas en España (1833-1931)”, que actualmente se puede visitar en el Museo del Prado.

Hoy vamos a hablar de un pintor escasamente conocido pero que por los testimonios que poseemos debió de ser una figura de cierta relevancia dentro del panorama pictórico del Neoclasicismo español, si bien muy por debajo de los pintores previamente citados. En contra suya también juega la escasez de obra conservada pues debió de destruir bastante tal y como veremos más adelante. El gran mérito de Agapito López de San Román (1801-1873), pues este es su nombre, fue el de resucitar la moribunda escuela pictórica vallisoletana desde su llegada a la Academia y Escuela de Bellas Artes en 1851. No estamos exagerando en absoluto puesto que la pintura, al igual que ocurrió con la escultura, casi se extinguió en la ciudad del Pisuerga durante prácticamente la primera mitad del siglo, pudiéndose considerar a López de San Román como el punto de partida de la pintura vallisoletana del siglo XIX y, sin duda, el pintor más destacado que residiera en la ciudad en lo que iba de siglo.

AGAPITO LÓPEZ SAN ROMÁN. Las Grietas del columpio (ca. 1830). Museo Nacional del Prado, Madrid

Agapito López San Román o Agapito López de San Román, como aparece escrito en otras ocasiones, nació en Madrid en 1801. Desde bien joven debió de sentir una marcada inclinación hacia la pintura que le llevó a ingresar en octubre de 1814 en la Real Academia de San Fernando, siendo discípulo del insigne Vicente López Portaña, uno de los mejores pintores españoles del siglo XIX, amén de Primer Pintor de Cámara de los reyes Fernando VII e Isabel II.

Deseoso de ampliar conocimientos, y completar y perfeccionar su formación marchó a Roma gracias a la pensión que por Real Orden de 24 de diciembre de 1815 le otorgó el rey Fernando VII. Allí se mantuvo pensionado entre 1816-1834 gracias a diversas prórrogas. En un principio la pensión era para tan solo tres años, a fin de que pudiera estudiar con la debida holgura, pero en 1820 el Soberano la prorrogó la pensión otros tres años en agradecimiento a la copia de un cuadro de Caravaggio que le había remitido.

Su entusiasmo por los ideales neoclásicos le llevó a adherirse completamente a ellos y a conocer en la Ciudad Eterna a los dos grandes escultores del momento, Antonio Canova (1757-1822) y Bertel Thorvaldsen (1770-1844). Asimismo, sintió profunda admiración por el pintor davidiano José Aparicio (1773-1838), con quien llegó a forjar una sólida amistad que se reflejó, por ejemplo, en la alegría y celebración casi como propia del éxito que obtuvo aquél al exponer en Roma su célebre Hambre de Madrid (1818). Años más tarde, el propio Agapito López San Román evocaba sus años de juventud en Roma: “Yo tenía aún menos años que tú cuando fui pensionado a Roma. ¡Qué tiempos aquellos! ¡Qué entusiasmados los nuestros! Me parece estar viendo a mi amigo el alicantino José Aparicio cuando fue llevado en triunfo por las calles de Roma, desde la Rotonda donde expuso su gran cuadro del Hambre de Madrid, sobre la tumba de Rafael… Ese cuadro del que ahora os burláis, era entonces una verdadera creación; era la síntesis del espíritu de los pueblos lanzando un grito de protesta contra el Imperio Napoleónico que los había subyugado. El cuadro del Hambre de Madrid es un cuadro grande, porque pinta, con los pocos medios de que entonces disponíamos, una escena conmovedora de la epopeya heroica española. La misma ignorancia de la forma que en él os choca, es su mayor mérito…”.

JOSÉ APARICIO. El hambre en Madrid (1818). Museo de Historia de Madrid

Como cualquier pensionado remitía obras a España para que éstas fueran evaluadas y se pudiera comprobar que iba progresando correctamente en su oficio. Así en 1829 envió al rey Fernando VI dos copias de pinturas de Rafael: La Galatea y La Madonna de Foligno que consiguieron el informe favorable del pintor Vicente Comancini y que, asimismo, le valieron la prórroga de la pensión por otros cuatro años, a la vez que se le ampliaba la asignación a 12.000 reales. Durante ese tiempo y alternando con las copias de obras célebres, ejecutó diversos cuadros originales, uno de historia, de gran tamaño, y otros de menores dimensiones con asuntos de costumbres inspirados en la antigüedad clásica, siendo los más notables Las griegas del Columpio (Museo de Bellas Artes de Córdoba) y Las griegas de los dados (Granada. Museo). Sus años en Italia, en los cuales tuvo tiempo para connaturalizarse y conocer a otros artistas españoles como Inocencio Borghini Pectorelli (1797-1867), Vicente Jimeno Carrá (1796-1857) y el pensionado extraordinario Agustín Jimeno Bartual (1798-1853), finalizaron en enero de 1835, momento en el que regresó a España.

Ya en Madrid presentó a la Real Academia de San Fernando varios cuadros de los que había pintado en Roma: Una escena de paisanos italianos que socorren y alimentan a un peregrino, y otro Saúl enfurecido contra su yerno David, lienzos que no podía dejar en la Academia porque los tenía ya comprometidos, por lo que ofreció hacer otro para la institución. Estos lienzos, en los que demostró su pericia, recabaron numerosos elogios y le valieron ser nombrado Académico de Mérito por la pintura de historia, y más tarde, al residir fuera de Madrid, corresponsal de la Academia. En 1838 aspiró a lograr la plaza de director del Estudio de Dibujo para niñas que mantenía la Academia, que había quedado vacante por fallecimiento de Ignacio Uranga (1790-18¿?), pero el puesto fue para el anteriormente citado Inocencio Borghini Pectorelli.

AGAPITO LÓPEZ SAN ROMÁN. Estudio del gladiador Borghese (1820). Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid

Permaneció en la Corte hasta 1842, año en que trasladó su residencia a Granada ya que el 18 de octubre fue nombrado Director de Pintura de la Academia de Bellas Artes de las Angustias. Dos años después fue nombrado vocal de la Comisión Provincial de Monumentos Históricos y Artísticos Granadina, en donde desempeñó importantes intervenciones, entre las que cabe destacar el proceso para evitar la completa demolición de la cartuja. En 1846 solicitó los honores de Director de Pintura de la de Madrid, pero su petición llegó tarde pues el aquel título ya había sido extinguido a consecuencia de las reformas de la Escuela Especial de Bellas Artes y de la propia Academia. En la ciudad de la Alhambra residió siete años hasta que en 1849 fue nombrado académico de número de la de Academia de La Coruña (que se creó por Real Orden de 27 de diciembre), comisionándosele, además, que proveyera de originales y estableciera las clases necesarias para una academia de esta categoría.

Su periplo gallego fue muy corto puesto que apenas un año y medio después, el 14 de abril de 1851, obtuvo a instancia suya una plaza de profesor en la Escuela de Bellas Artes de Valladolid, ciudad en que residió hasta su fallecimiento. Tomó posesión de la Cátedra de Colorido en 11 de mayo de 1851, dedicando a la enseñanza de jóvenes alumnos toda aquella experiencia que había acumulado durante su larga estancia en Italia y en sus viajes por España. Entre sus discípulos destacaron Miguel Jadraque (1840-1919), Salvador Seijas (1837-1913) y Luis Llanos (1843-1895), a quien debemos una emocionada semblanza de su maestro en su curioso libro de memorias La vida artística, en el cual, con estilo humorístico, describe la vida de los pintores pensionados y parte de su propia historia. En él, por ejemplo, rememora cuando en su juventud en Valpalencia, que así denomina a Valladolid, recuerda sus diálogos con San Román y dice “discurríamos horas y horas sobre el arte, sobre el paso, sobre Roma, que D. Agapito adoraba como se adora a una novia muerta”.

Su labor docente en la Escuela como profesor de Dibujo y Pintura hubo de combinarla con una activa participación en la vida artística vallisoletana puesto que llegó a desempeñar otras ocupaciones: en 1851 fue nombrado Académico de la Real de Bellas Artes de la Purísima de Valladolid, en 1853 Conservador y Restaurador -director- del Museo Provincial de Valladolid, y también Caballero de la Real Orden de Carlos III. Como Conservador del Museo, señala González Valladolid, “prestó excelentes servicios y estudió a fondo las principales obras, siendo el primero que designó por de Tyssens -esta asignación es incorrecta puesto que hoy se sabe fehacientemente que son obra del también pintor flamenco Thomas Willeboirts Bosschaert (1613-1654)-, los cuadros procedentes de Fuensaldaña, atribuidos de antiguo a Rubens, según consta en el Manual histórico y descriptivo de Valladolid, impreso el año 1861”. En 1854 fue nombrado vocal de la Junta Promotora de la Exposición Universal de París; en 1856 miembro de la Comisión Provincial de Monumentos de Valladolid y su vicepresidente; en 1859 profesor de Colorido y Composición de la misma Escuela. En 1860 el gobernador provincial le nombró vicepresidente de una comisión especial para redactar el catálogo monumental de la provincia de Valladolid. En 1861 fue elegido Vocal de la Junta diocesana, y en 1866 la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando le nombró académico correspondiente en Valladolid. Obtuvo la jubilación de su cátedra en 1871 después que hubiera quedado excedente de la misma por reforma en 1869.

AGAPITO LÓPEZ SAN ROMÁN. Las Griegas de los dados (ca. 1830). Museo Nacional del Prado, Valladolid

En sus últimos años de vida llegó a abandonar la práctica de la pintura, sintiendo decepción y frustración por su obra pictórica. Así nos lo transmite su discípulo Luis de Llanos: “Mira –me dijo de repente–, te voy a enseñar lo que nadie ha visto hace más de cincuenta años. ¿Ves, ves esos pingajos de tela medio podridos? –y me enseñaba un montón de andrajos de cuadros que sacaba a puñados de un viejo cofre y arrojaba por el suelo– ¿Ves estos despojos? pues ésta es mi gloria, ésta es mi carrera, ésta es mi vida entera.

Yo pinté un cuadro, un gran cuadro que hizo furor en Roma y que todos decían ser el primero del siglo.

Con él vine a España, precedido por mi fama. –Mis amigos me recibieron poco menos que en triunfo–. El cuadro se expuso en la Academia de San Fernando y un público inmenso vino a admirarlo. Mientras esto sucedía, yo me fui al Museo y me pasé cuatro horas viendo a Velázquez después de quince años de ausencia. No sé lo que pasó por mí, ni qué velo se me desgarró dentro, el caso es que cuando a la caída de la tarde me fui a la Academia y vi mi cuadro, miserable, fementido, más falso que el alma de Judas, con sus romanos de pega y sus horribles verdes y tierras de almagre, dominado por una desesperación inmensa, me arrojé hacia la tela y la deshice a navajazos hasta dejarla en la forma que ahora ves.

Desde aquel día no he vuelto a tocar un pincel. Cuando los restos de mi escasa fortuna se acabaron, un amigo influyente me dio el nombramiento de esta Academia, para que tuviese un pedazo de pan.

En Roma me dejé el corazón enterrado en una tumba querida; con el cuadro renuncié voluntariamente a la estupidez de mis contemporáneos. Sin ilusiones, sin dinero, sin esperanzas. ¿Qué hacer mejor que refugiarme en esta celda a llorar el tiempo perdido, por haberme alejado de la Naturaleza, sola y única frente de inagotable hermosura, y volver a ella con Homero y Horacio?”.

A pesar de todo sabemos que llegó a realizar, al menos, algunos retratos, como los de Fernando de Mendigutia o el arquitecto José Fernández Sierra. Asimismo, obtuvo ciertos reconocimientos, como la Medalla de Plata en la exposición castellana de 1859 por un pequeño cuadro original al óleo.

AGAPITO LÓPEZ SAN ROMÁN. El Peregrino (ca. 1815). Museo Nacional del Prado, Madrid

Se encontraba completamente desengañado de lo que en su juventud había tenido por ideario estético. Sus decepciones sirvieron para intentar que sus discípulos aceptaran los principios que él estimaba entonces como imprescindibles: el estudio de la forma, los grandes maestros y la propia Naturaleza. Enemigo declarado del realismo moderno, recomendaba a sus alumnos fidelidad a sus propias convicciones, corrección en el dibujo y sinceridad en sus ideales artísticos. Luis de Llanos recoge en su libro algunas de las muchas recomendaciones que hacía a sus discípulos: “Sin ideal no hay arte serio. Todas esas lindezas que hacéis ahora, milagros de color y otros excesos, van hoy por hoy tan desencaminadas, como nuestro clasicismo de pega. Todo el tiempo precioso que nosotros perdimos en echarnos encima sinnúmero de pesadas cadenas, módulos, reglas, recetas, preocupaciones académicas que nos sujetaron como las culebras al Laoconte, es el tiempo que vosotros perdéis en alejaros de todo estudio serio, en tanteos para producir efectos y ocular vuestra profunda ignorancia. Nosotros queríamos falsificar Grecia y Roma en pleno siglo XIX, a la manera que falsificara repúblicas e imperios la revolución francesa, sin tener en cuenta la historia de más de dieciocho siglos. Por eso todas nuestras creaciones eran falsas y frías, faltas de color y sentimiento (…) Nuestras composiciones resultaban heladas, yertas, estáticas, maldecidas, como en otras tantas estatuas de la mujer de Lot… Jamás falseéis nada. Si no tenéis idea no pintéis. Huid del plagio, estudiad la forma mucho, muchísimo con objeto de que la forma no os preocupe al querer expresar vuestros pensamientos y jamás, por ningún concepto, os metáis a pintar lo que no sintáis. Estudiad mucho los grandes maestros, pero contad que el libro más claro y mejor escrito que existe, y el cuadro sublime por excelencia es la Naturaleza misma. Lo que ella no os dé, nadie os lo dará”.

Don Agapito, que debió ser una persona de conversación amena, pulcro y atildado en su porte, murió en la capital castellana el 13 de septiembre de 1873, siendo enterrado “en el cementerio general provisional de la misma… D. Agapito López San Román, natural de Madrid, caballero de la Real y distinguida Orden de Carlos III, Profesor del Museo Provincial, de estado soltero, de edad de 72 años, hijo legítimo de D. Antonio y Dª Josefa. Vivía en la calle de la Constitución n.º 3 y falleció en este día a consecuencia de un ataque cerebral”. Previamente, el 9 de octubre de 1871 había dictado testamento ante Bernabé González Rioja.

De su obra poco podemos decir puesto que son escasas las pinturas que conforman actualmente su catálogo y, además, todas ellas pertenecen a su etapa romana. Así, tenemos El Peregrino (ca. 1815), el Estudio del gladiador Borghese (1820. Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid), Las Griegas de los dados (ca. 1830. Museo Nacional del Prado, Madrid), y Las griegas del columpio (ca. 1830. Museo Nacional del Prado, Madrid), esta última considerada su obra más icónica. La observación de todas ellas deja bien a las claras que se trataba de un dibujante correcto cuyo estilo bebía directamente de sus estudios clásicos. Como en otras ocasiones os solicito, si conociérais alguna obra suya más me encataría que me hiciérais partícipe de ella, y más en este caso en que su catálogo productivo es tan escaso.

 

BIBLIOGRAFÍA

ALMUIÑA FERNÁNDEZ, Celso (et. al.): Valladolid en el siglo XIX, Ateneo de Valladolid, Valladolid, 1985.

BRASAS EGIDO, José Carlos: La pintura del siglo XIX en Valladolid, Institución Cultural Simancas, Valladolid, 1982.

CADENAS VICENT, Vicente: Extracto de los expedientes de la Orden de Carlos III (1771-1847), Madrid, CSIC, 1979-1988.

GONZÁLEZ GARCÍA VALLADOLID, Casimiro: Datos para la historia biográfica de la M. N. M. N. H. y Excma. ciudad de Valladolid. Tomo I, Editorial Maxtor, Valladolid, 2003

NAVARRETE MARTÍNEZ, Esperanza: La Academia de Bellas Artes de San Fernando y la Pintura en la primera mitad del Siglo XIX, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1999.

VV. AA., Cien años de pintura en España y Portugal (1830-1930), Madrid, Antiquaria, 1988-1993.