miércoles, 29 de mayo de 2019

El mecenazgo del franciscano Fray Manuel de la Vega en la iglesia de San Andrés de Valladolid


El siguiente post, que quiero dedicar a María por su ayuda para que pudiera realizar algunas de las fotografías que hice hace un año por estas fechas, viene a ser en cierta manera una continuación del anterior en el que atribuíamos la magnífica escultura de San Antonio de Padua existente en la iglesia de San Andrés al escultor genovés Agostino Storace. Pues bien, la presencia de esta excelsa imagen en la referida parroquia plantea un interesante interrogante sobre ¿cómo pudo hacerse una humilde parroquia de una ciudad que había perdido el esplendor artístico tiempos pasados con una escultura italiana de tal calidad y nobleza? Hagamos un poco de historia. Hasta finales del siglo XVIII la iglesia no destacó ni por su tamaño ni por la entidad de las obras artísticas que atesoraba en su interior. Se trataba de un pequeño templo formado por una nave con una capilla a cada lado, un crucero al que se abría en el lado del Evangelio la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles (o de las Maldonadas, que era de patronato privado) y una cabecera poligonal. Llegada la década de 1770 y, más concretamente, el año 1772, un hijo de pila de la parroquia, el franciscano fray Manuel de la Vega y Calvo, quien ostentó entre otros cargos el de Comisario General de las provincias de Indias de la Orden de San Francisco, patrocinó las obras de ampliación de la iglesia y la reconstrucción de su torre, actuaciones, ambas, que corrieron a cargo del arquitecto académico Pedro González Ortiz (1740-1796). El libro becerro explica de manera entusiasta las obras acometidas por el franciscano en su amada parroquia: “El Reverendísimo padre maestro fray Manuel de la Vega de la regular observancia de San Francisco e hijo del Real Convento de esta ciudad pobre de nacimiento pero honrado, pobre fraile pero de corazón magnánimo, nobles y católicos pensamientos que habiéndose anunciado en su puericia religiosa (pudiera decirse que proféticamente) había de concluir la iglesia (…) promovido cuasi maravillosamente al ministerio de comisario general de las Indias (…) concluyose por fin la iglesia con el aumento de cuatro capillas a dos por banda, con sus retablos ricamente dorados, colocose la soberana efigie del Cristo del Consuelo en el mismo sitio donde antes tenía su capilla oscura y reducida, y enfrente una admirable pintura de Nuestra Madre y Señora de Guadalupe de México con la historia de la aparición, y en las dos capillas siguientes se han colocado dos efigies de San Francisco y San Antonio las que forman competencia entre sí sobre la admiración del arte; la hizo su torre a fundamentis tan fuerte, y agradable a la vista.
Las fiestas para conmemorar la conclusión de las obras se celebraron prematuramente (la torre estaba sin rematar, por lo que las campanas no pudieron ser volteadas sino repicadas) los días 14, 15 y 16 de junio de 1776 para aprovechar que el padre De la Vega se encontraba de paso por la ciudad, camino de un Capítulo de su Orden en Medina de Rioseco. El franciscano tuvo un papel activo en estos fastos puesto que fue el encargado de efectuar la predicación del día 15 “acompañado de los dos padres provinciales presente y pasado, y de otros muchos religiosos de su orden”. Los sermones de los otros dos días los realizaron el licenciado don Francisco Joaquín Cano, a la sazón párroco, provisor y vicario general del obispo, y el Ilustrísimo señor obispo don Antonio Joaquín Soria “a quien asistieron varios señores dignidades y canónigos de la santa iglesia, a las que concurrió con su destreza la música de la catedral”.
Dicen las crónicas que asistieron a los festejos tantas “personas, clérigos, religiosos, caballeros y multitud de gentes de todos estados de uno y otro sexo en tanto grado que con ser la iglesia tan capaz y espaciosa era poco ámbito su pavimento para comprenderlas”; por su parte, el retablo mayor “se convirtió en un cielo de luminosas antorchas, como así bien los colaterales, y demás altares”. Las celebraciones no fueron solamente religiosas, ya que también tuvieron sus elementos profanos. Así, sabemos que los propios feligreses: “dispusieron un víctor compuesto de 50 parejas con las que representaron las cuatro partes del mundo con toda propiedad, empezaba con un estandarte en el que iba pintada por una parte la divisa de San Andrés, y la de San Francisco por otra, y concluyeron las cuadrillas con el propuesto víctor guardado de varios sujetos vestidos a la española antigua; llevaban las cajas de la milicia con los pínfanos que componían una música bélica muy concertada”. Esta misma celebración es narrada por el cronista Ventura Pérez en su Diario de Valladolid: “asistió la música de la Santa Iglesia, y los feligreses hicieron un poco de mojiganga, vestidos unos de ángeles, a caballo, otros de turcos, otros de indios, otros de moros; de modo que aunque llevaban volantes con hachas todo era un batorrillo sin pies ni cabeza”.

Las obras y preseas con las que el franciscano favoreció a la iglesia en la que fue bautizado fueron muy numerosas. Así, en el campo arquitectónico, se ocupó de agrandar el templo mediante la construcción de dos capillas a cada lado de la nave y un coro a los pies; asimismo, corrió con el gasto del nuevo pavimento, erigió una nueva fachada y reconstruyó la torre. Pero la generosidad del religioso no quedó ahí, puesto que también obsequió a la parroquia con una serie de esculturas y retablos que enriquecieron notablemente el templo. Para cada una de las cuatro capillas que mandó levantar costeó un retablo (todos ellos exhiben en el ático el clásico emblema franciscano de los brazos cruzados de Cristo y San Francisco sobre una cruz), además de las imágenes titulares de los mismos (con la excepción del crucifijo gótico intitulado Santísimo Cristo del Consuelo, obra de hacia el año 1500) y de las que exhiben sus áticos. Así, en los retablos se colocaron “la imagen del Santísimo Cristo del Consuelo en el mismo sitio que ocupaba siendo ermita, en otra la de San Antonio, en otra la de San Francisco, y en la siguiente una pintura asombrosa de la imagen de María Santísima de Guadalupe, que hizo traer de México”. Señala el libro de becerro antiguo que la parroquia se “fundó en su principio en ermita, por los años de 1236 y entonces colocaron en una pequeña capilla un Cristo Crucificado con el título del Consuelo, a quien todos los vecinos de esta Ciudad (en aquel tiempo Villa) devotamente se encomendaban a su patrocinio por sus continuas maravillas”. El primitivo Cristo del Consuelo debía encontrarse muy deteriorado y a finales del siglo XV la parroquia decidió renovarlo por el que actualmente se conserva. Quizás esta renovación se llevó a cabo con motivo de la conversión de la ermita en parroquia en 1482. A finales del siglo XVIII o comienzos del XIX el Cristo fue retirado de su retablo y colocado en su lugar el que fuera Calvario del retablo mayor del desaparecido templo parroquial de San Miguel, obra de Gregorio Fernández.

Cristo del Refugio o del Consuelo
Retablo de San Antonio de Padua
San Simón de Rojas
Retablo del Calvario (antiguo del Cristo del Consuelo)
Por su parte, las esculturas que presiden los áticos de los retablos son San Simón de Rojas, Santo Domingo, Santa Clara y San Miguel. La elección de estos santos no sería baladí puesto que de esta manera se venía a representar a las tres grandes órdenes religiosas (Santa Clara a los franciscanos, Santo Domingo a los dominicos y San Simón de Rojas a los trinitarios) y, además, San Miguel sería seleccionado por cuanto fue patrón de la ciudad hasta el año 1747, momento en el que le sustituyó en tal dignidad San Pedro Regalado. Sin lugar a dudas las dos obras más sobresalientes de todo este conjunto sufragado por el franciscano fueron las efigies titulares de los retablos de las capillas de los pies: San Francisco en oración ante el Crucifijo y la Aparición del Niño Jesús a San Antonio de Padua. Que fray Manuel de la Vega mandara esculpir estas dos magníficas efigies de San Francisco de Asís y San Antonio de Padua no parece casualidad puesto que se trata de los dos santos más importantes de la Orden Franciscana. Además, la elección del santo lisboeta estaría relacionada con el hecho de que el religioso vallisoletano había desempeñado el cargo de prior de los Terceros de San Antonio. Por su parte, el lienzo de la Virgen de Guadalupe evocaría su dignidad de Comisario General de Indias.

Retablo de la Virgen de Guadalupe
San Miguel
FELIPE ESPINABETE. San Francisco en oración ante el Crucifijo
Por si fuera poco, el padre De la Vega también entregó a su parroquia: “una custodia muy grande, guarnecida toda de coral, y caja para el viático de lo mismo, dos cálices muy exquisitos, platillo con vinajeras, y campanilla de hechura muy extraña (…), un terno de tisú, capa pluvial, y banda de lo mismo; tres albas de Indias muy finas para el terno, seis casullas con sus albas para de común tan buenas, como las mejoras de algunos otros templos de esta ciudad y (…) otra casulla de tisú sumamente especial”.
A todo ello hemos de sumar los 26.000 reales que el franciscano envió en enero de 1785 “para hacer el órgano y terno negro de damasco”. Tras la adquisición de ambos elementos sobraron 13.400 reales, de los cuales 12.600 se depositaron en el Banco Nacional y los 800 restantes se gastaron “inmediatamente en la obra más precisa que se ofrezca en el tejado y bóvedas”. Finalmente, también se deberá a la generosidad del padre De la Vega una preciosa Cabeza decapitada de San Juan Bautista y un Cristo Yacente. Ambas imágenes, que se instalaron en retablos anteriores, fueron esculpidas por Felipe Espinabete (1719-1799), a quien asimismo corresponde la referida escultura de San Francisco en oración ante el Crucifijo.

FELIPE ESPINABETE. Cabeza decapitada de San Juan Bautista

FELIPE ESPINABETE. Cristo Yacente
Ante la mayúscula dadivosidad demostrada por fray Manuel de la Vega para con la parroquia en la que fue bautizado, los feligreses de la misma, reunidos en junta el 17 de abril de 1774, acordaron agradecérselo grabando en la fachada del templo “las armas o insignias del mencionado patriarca San Francisco”. Eso sí, se dejaba constancia de que la presencia del escudo de la Orden de San Francisco en la fachada era: “sólo efecto de una sincera gratitud ahora ni en ningún tiempo sea visto que la citada fábrica o su feligresía dé ni quiera dar ni conceder derecho alguno de patronato u otro civil, que en lo sucesivo pueda o quiera deducirse de dicho escudo de armas o insignias ni a dicho Reverendísimo Padre Maestro Fray Manuel de la Vega religión o comunidad de San Francisco ni a otra comunidad ni persona particular”.

Además de las referidas armas de la orden franciscana, en la fachada se tallaron dos tarjetas, en una de las cuales puede leerse una inscripción conmemorativa. Actualmente se halla muy deteriorada, sin embargo Floranes acertó a verla completa: “Año 1776. Esta iglesia en que fue bautizado la hizo concluir el Reverendísimo padre fray Manuel de la Vega del orden de Nuestro Padre San Francisco de la observancia, y comisario general de Indias, a honra y gloria de Dios y de su amado apóstol San Andrés”.

Pero, ¿quién fue exactamente este religioso? Fray Manuel de la Vega y Calvo nació en Valladolid el 31 de diciembre de 1705, siendo sus padres Ambrosio de la Vega y Catalina Calvo, quienes lo llevaron a bautizar a la iglesia de San Andrés el 10 de enero de 1706. Siendo joven ingresaría en el convento de San Francisco en el que, según Agapito y Revilla, debió de ser lector de Prima. Asimismo, el historiador vallisoletano señala que “consta que predicó mucho y en el Salvador el día de la Virgen de agosto de 1747, en la fundación de la cofradía de maestros de obra prima de Nuestra Señora del Buen Suceso”. Desconocemos la fecha de su marcha al convento de San Francisco de Madrid, cenobio desde el que desempeñó los cargos de Definidor de su religión, en 1758, y el de Comisario General de Indias, entre 1768 y 1785, año este último en el que falleció en el referido convento madrileño el 27 de octubre, sucediéndole en el cargo Fray Manuel María Trujillo. Ocupó otros muchos cargos como “lector jubilado padre de la santa provincia de Aragón, Santiago y Terceros de San Antonio, teólogo de la Real Junta de la Purísima Concepción” y “ex-definidor padre de esta provincia de la Concepción”, tal y como puede leerse en el retrato que le hizo Ramón Canedo y que se conserva en la iglesia de San Andrés. La relación con su parroquia debió de ser siempre muy cercana ya que, por ejemplo, cuando el 11 de septiembre de 1758 se procedió a colocar la imagen de San Severo en su “nuevo dorado altar”, él fue el encargado de realizar la predicación. Como nota anecdótica, en los libros de acuerdos de la parroquia se indica que a Fray Manuel se le apodaba “Chapelo”.

RAMÓN CANEDO. Retrato del padre fray Manuel de la Vega
Desconocemos el motivo que llevó al franciscano a querer donar a la parroquia un grupo de San Antonio de Padua realizado por un taller genovés –posiblemente el de Agostino Storace– y no por el del más destacado de los ubicados en la ciudad como era el de Espinabete y al que, como ya hemos visto, solicitó tres obras, incluido el San Francisco de Asís frontero. Partiendo del hecho de que en Italia tuvo que conocer un grupo de San Antonio similar que le llamara la atención –seguramente el conservado en la iglesia de San Francisco de Rapallo que más adelante analizaremos– y que le impulsara a encargar uno de similares características para “su” iglesia, quizás en esta elección tuvo bastante importancia su gusto e interés por las obras en madera policromada y por la “proximidad con los modelos escultóricos de su nación de origen y en la frescura que imprimía la influencia ejercida por el ámbito romano en toda la Península Itálica, lo cual contrastaba con cierto agotamiento de los obradores españoles”. Pero no solo eso, puesto que también en su ánimo se encontraría el deseo de obsequiar a “su” iglesia con una pieza de exquisito valor artístico y que tenía el mérito añadido de ser italiana, lo cual no era poco dado que la mentalidad de la época asociaba las obras italianas a una categoría superior y perteneciente “a una cultura exquisita y magnificente”.

jueves, 9 de mayo de 2019

UN SAN ANTONIO DE PADUA DEL CÍRCULO DEL ESCULTOR GENOVÉS ANTON MARIA MARAGLIANO EN VALLADOLID: ¿Agostino Storace, h. 1772-1776?


La iglesia de San Andrés de Valladolid es uno de los templos más desconocidos de la ciudad y a su vez uno de los más ricos artísticamente hablando. Ya no es sólo su exuberante retablo mayor (Pedro Correas, 1741-1742), o la serie de retablos rococós que decoran su cabecera, o la maravillosa capilla de las Maldonadas (uno de los escasos recintos barrocos que aún se conservan tal cual fueron construidos), o incluso que por el templo podamos encontrar esculturas de Gregorio Fernández, Felipe Espinabete, o pinturas de Felipe Gil de Mena en el interesantísimo retablo de la Inmaculada Concepción. A todo esto hemos de añadir que en la capilla de los pies del lado del evangelio hemos logrado identificar una imagen de San Antonio que sin duda es una de las esculturas barrocas más importantes de cuantas se conservan en Valladolid. En ella hay que destacar que el anónimo escultor, que posteriormente pasaremos a revelar, ha logrado componer una escena rebosante de barroquismo, así como recrear con éxito el efecto escenográfico de una aparición sobrenatural. Ese barroquismo queda patente en el dinamismo y teatralidad que el maestro ha imprimido al grupo, así como en su extremado realismo, en la concepción asimétrica dominada por una diagonal, en las posiciones inestables de ambas figuras y en la captación del instante concreto del hecho milagroso. Antes de proseguir, pinchando en el siguiente enlace podéis ver y descargaros el artículo en el que trato este tema con mayor profundidad: "Un San Antonio del círculo del escultor genovés Anton Maria Maragliano en Valladolid".

Nunca se ha llamado lo suficiente la atención sobre esta impresionante escultura que efigia al portugués San Antonio de Padua, si bien fue considerada por Martín González y Urrea como una “de las mejores obras de ese siglo existentes en Valladolid”, y González García-Valladolid la conceptuó como “de gran valor y unción religiosa”. El grupo escultórico fue asignado por Martín González y Urrea a un maestro próximo a Juan Pascual de Mena (1707-1784), escultor nacido en Villaseca de la Sagra (Toledo), con una dilatada trayectoria dentro de la Real Academia de San Fernando de Madrid, y uno de los maestros más destacados del foco cortesano durante los momentos en los que el Neoclasicismo se imponía al Barroco. El toledano unía a su condición de escultor académico, lo que conllevaba la talla de materiales nobles, especialmente del mármol, sumaba también la de imaginero en madera policromada, con lo cual venía a prolongar la tradición escultórica española.

Recientemente hemos logrado rebatir dicha atribución, pues la escultura ni se acerca a los parámetros estéticos y tipológicos exhibidos por Juan Pascual de Mena. Asimismo, hemos propuesto que se trate de una escultura traída desde los reputados talleres escultóricos lígneos de Génova, y más concretamente de la bottega de Agostino Storace (ca. 1710-d.1788), discípulo aventajado de Anton María Maragliano (1664-1739), el escultor en madera policromada más descollante de la escuela genovesa de la primera mitad del siglo XVIII. Para ello nos basamos en la total semejanza que guarda el grupo vallisoletano con un pequeño boceto realizado por Storace (46 x 28 x 20 cm), que se conserva en colección privada de Génova, y con un paso procesional de tamaño natural que se guarda en la iglesia de San Francisco, en la localidad genovesa de Rapallo. Asimismo, todos ellos parecen ser una simplificación de otro boceto (52 x 55 x 29 cm), obra de Anton María Maragliano y su taller, conservado en una colección privada de Florencia. A modo de inciso, no quiero dejar pasar la oportunidad de señalar de que en la sala capitular del Convento de las Trinitarias Descalzas de Madrid se conserva una pequeña escultura dieciochesca que sigue este mismo modelo, aunque con evidentes diferencias formales que lo alejan ya no solo de Maragliano y Storace sino también de la escuela genovesa.

AGOSTINO STORACE. Boceto de la Aparición del Niño Jesús a San Antonio de Padua (segunda mitad del siglo XVIII). Génova, Colección particular
ANTON MARIA MARAGLIANO. Boceto de la Aparición del Niño Jesús a San Antonio de Padua (primera mitad del siglo XVIII). Florencia, Colección particular
ANÓNIMO GENOVÉS. Aparición del Niño Jesús a San Antonio de Padua (siglo XVIII). Madrid, Convento de las Trinitarias Descalzas
Como podemos observar, tanto el boceto como el grupo procesional tallados por Storace son casi idénticos al conjunto vallisoletano. De este modo, vemos que los rostros poseen los mismos rasgos faciales, con su característica nariz puntiaguda y cabellos alborotados, e incluso la presencia de la nuez en el cuello. Pero es que las semejanzas entre los conjuntos de Rapallo y de Valladolid son aún mayores: la manera de disponer las piernas (especialmente la derecha, colocada de forma oblicua y calzada con una sandalia), el rostro ladeado levemente hacia la izquierda, los brazos, los dedos, los pliegues del hábito, etc. Probablemente la composición del santo esté inspirada en un grabado del pintor genovés Paolo Gerolamo Piola (1666-1724) que representa a San Pascual Bailón adorando la Eucaristía y que se conserva en el Gabinete de Diseños y Estampas del Palazzo Rosso de Génova. También resulta ser idéntica la forma que adquieren los reclinatorios, construidos a base de dos volutas enfrentadas. Asimismo, los Niños Jesús poseen numerosas concomitancias. Solo hay que fijarse en la colocación de ambos brazos, de las piernas y hasta del trozo de tela que recorre el cuerpo del pequeño y le tapa el sexo. Las únicas diferencias las hallamos a sus pies puesto que mientras que en el ejemplar vallisoletano existen tres dinámicas cabezas aladas de serafines que se miran entre sí, en el grupo de Rapallo emerge un conjunto de nubes y dos cabezas aladas de serafines sin comunicación entre ellas, de las que una parece mirar al santo y la otra al Niño.

AGOSTINO STORACE. Aparición del Niño Jesús a San Antonio de Padua (segunda mitad del siglo XVIII). Rapallo, Chiesa di San Francesco
Por si todavía quedaran dudas acerca de la procedencia genovesa de la pieza, aunque pudiéramos dudar de la autoría concreta, si bien aquí apostamos decididamente por la gubia de Storace, comprobamos que el rostro del santo es muy similar a los de otras esculturas salidas de manos de Maragliano y sus seguidores. Así, por ejemplo, en la iglesia del Hospital de San Juan de Dios de Cádiz se conserva una excelsa escultura del Arcángel San Rafael (1726), obra autógrafa de Maragliano, con cuya cabeza emparenta completamente la de nuestro santo. Las dos obedecen a una misma estética y concepto morfológico pues presentan idénticos ojos, grandes, separados y entornados, boca cerrada con labios carnosos y cabello de bucles ondulados con mucho volumen y formado a través de similares golpes de gubia. También podríamos argüir que los parámetros estilísticos de la cabeza resultan ser los mismos presentes en otras obras documentadas de Storace como el San Juan Bautista del Oratorio de San Juan Bautista en Torrazza (Imperia), o el San Antonio de Padua de la Virgen de los Ángeles (1737) del Oratorio de Santa Catalina en Rossiglione Superiore (Génova), en la cual, además, vemos otras concomitancias con nuestro grupo escultórico tales como las formas avolutadas de la peana, la faz del Niño, etc. Asimismo, el rostro del santo portugués tiene unos grafismos casi idénticos a los de la Salomé del paso procesional de la Decapitación de San Juan Bautista que Maragliano esculpió para el oratorio de San Juan Bautista en Ovada (Alessandria); lo mismo ocurre con las cabezas aladas de angelotes presentes en la peana de la imagen titular de la iglesia de la Inmaculada en Pegli (Génova), también obra de Maragliano y que son idénticos a los del grupo escultórico vallisoletano.

ANTON MARIA MARAGLIANO. Arcángel San Rafael (1726). Cádiz, Hospital de San Juan de Dios
No debe extrañarnos la presencia de esculturas genovesas en España puesto que junto con la escuela napolitana fueron los dos talleres italianos que más obra exportaron. Efectivamente, la recepción de escultura italiana, ya fuera en mármol o madera policromada, fue muy usual durante los siglos XVII y XVIII, así desde Nápoles llegaron piezas de Nicola Fumo (1647-1725), sin duda el escultor barroco italiano mejor representado en España, los hermanos Gaetano (1655-ca.1699) y Pietro Patalano (activo ca.1702-1737), y Giacomo Colombo (1663-1731); mientras que Génova tuvo por sus principales exportadores al exquisito Anton María Maragliano (1663-1739), Pietro Galleano (1681/87-1761), quizás su mejor discípulo, y a un hermano de éste, Francesco Galleano (1713-1753), que incluso llegó a venir a trabajar a Cádiz, al igual que otros escultores ligures.
La llegada de esculturas y artífices desde la Superba se remonta a los inicios del Renacimiento. Daniele Sanguineti precisa que el flujo constante de obras tiene su origen en las estrechas relaciones económicas derivadas de la intensa labor política desarrollada por Andrea Doria en las décadas centrales del siglo XVI. Las primeras ciudades en acoger esculturas genovesas fueron Madrid, Valencia, Sevilla y Cádiz; la primera por ser la sede de la Corte, y las otras tres por poseer importantes puertos marítimos. El establecimiento en diferentes ciudades españolas de comerciantes y banqueros genoveses propició la llegada de nuevas esculturas. Con el paso del tiempo serían las Islas Canarias y sobre todo Cádiz los lugares que recibieron un mayor número de obras. El caso de Cádiz fue extraordinario, sobre todo a partir de 1717, año en el que Felipe V decide trasladar allí la Casa de Contratación lo que, a la postre, supuso la transferencia del monopolio comercial con las Indias de la capital hispalense a la gaditana. Hasta allí llegaron tal cantidad de esculturas y artífices ligures que se ha llegado a hablar de la existencia en Cádiz de una “escuela genovesa”. Los principales importadores de escultura ligur fueron la nobleza y el clero, y especialmente las personas de ambos estamentos que “desarrollaron algún tipo de actividad en los territorios bajo soberanía hispánica y en Roma”.

ANTON MARIA MARAGLIANO. Virgen de los Ángeles (1737). Rossiglione Superiore, Oratorio di Santa Catalina
Como ya hemos señalado, Agostino Storace fue discípulo de Anton María Maragliano, el escultor en madera policromada más destacado con el que contó la capital de la Liguria durante la primera mitad del siglo XVIII. La maestría y el primor con los que labró este material condujo al célebre historiador del arte Rudolf Wittkower a asegurar que “llevó esta tradición popular al nivel de arte superior”. Como es bien sabido, tanto en Génova, en particular, como en Italia, en general, se prefería la escultura en mármol por considerarla de mayor nobleza; en cambio, la elaborada en madera se trabajó mucho menos, focalizándose en determinados territorios. En 1680 Maragliano accedió al taller de su tío Giovanni Battista Agnesi para aprender el oficio, y amplió conocimientos con los también escultores Giuseppe Arata y Giovanni Andrea Torre, e incluso con el pintor Domenico Piola (1627-1703), quien en ocasiones realizó diseños que Maragliano se encargó de materializar tridimensionalmente. Se especializó en la producción de Crucifijos –en los cuales es característico un marcado arqueo del cuerpo debido a su desplome–, imágenes marianas, figuras de Nacimientos y pasos procesionales, algunos de los cuales narran escenas de la Pasión de Cristo y otros el martirio de determinados santos. A lo largo de su vida alcanzó tal popularidad y prestigio que se vio obligado a contar con un amplio plantel de colaboradores y discípulos, entre los cuales se encontraron su sobrino Giovanni Battista Maragliano (1701-1777), los hermanos Pietro y Francesco Galleano, Pietro Conforti, Giovanni Bernardo de Scopft, Giacomo Muraglia y Agostino Storace, artífice a quien atribuimos el grupo de San Antonio de Padua con el Niño del que es objeto este estudio. Consciente de la valía tanto de su sobrino Giovanni Battista como de Francesco Galleano y Agostino Storace no dudó en contar con ellos para la elaboración de algunas imágenes, especialmente las que conformaban los grupos procesionales.

ANTON MARIA MARAGLIANO. Paso de la "Degollación del Bautista". Ovada, Oratorio di San Giovanni Battista
Storace, quien además de aprendiz fue también sobrino del ilustre artífice ligur, fue una de las figuras más descollantes de la generación posterior a Maragliano, si bien esa importancia no se encuentra acorde a las escasas noticias que de él tenemos. De hecho, desconocemos sus principales datos biográficos (debió de nacer en Génova hacia el año 1710 y fallecer con posterioridad a 1788). Tras la muerte de Maragliano se hizo cargo de su taller junto con su primo Giovanni Battista Maragliano. Una vez deshecha esta compañía, abrió su propio obrador en la Vía Giulia de Génova, misma calle en la que lo tuvo su maestro. Entre los escasos datos biográficos que conocemos de Storace, a quien en determinadas ocasiones vemos apodado como “Agostino Morogiani”, sabemos que en el año 1758 fue admitido en la “Scuola di Nudo” con el título de “scultore in legno”.

AGOSTINO STORACE. San Gerolamo Emiliani delante del Crucifijo (1747). Génova, iglesia de Santa María Magdalena
Su producción fue extensa y variada e incluyó pequeñas imágenes destinadas a la devoción doméstica y a los Nacimientos, las cuales fueron ampliamente cultivadas tanto por Anton Maria Maragliano como por sus discípulos. Encontrándose aún en el taller de su preceptor colaboró en la confección de una Piedad (1730-1731) para el Santuario de la Madonnetta de Génova; quizás también intervino en el paso de la Santísima Trinidad (1733) de Lavagna (Génova) y en la Virgen de los Ángeles (1737), de Rossiglione Superiore (Génova), en la cual ya hemos señalado los parecidos que posee con el San Antonio vallisoletano. Entre 1740 y 1784 se ha documentado un amplio catálogo de obras suyas. Podemos destacar las siguientes imágenes: un grupo procesional del Bautismo de Cristo (1731-1732) para Vado Ligure (Savona) que copia fielmente el modelo creado por su maestro en 1731 para la iglesia de San Juan Bautista de Sassello (Savona); otro grupo procesional de Cristo apareciéndose a San Martín mientras parte la capa con un pobre (1740) para el Oratorio de San Martín de Pegli (Génova); un San Lorenzo (1745-1750) para la localidad de Quiliano (Savona); la Virgen de los Dolores (1750) de Albareto (Parma); el grupo de San Gerolamo Emiliani delante del Crucifijo (1747) de la iglesia de Santa María Magdalena de Génova (fig. 16); una Virgen del Carmen (1751-1752) para la iglesia de Nuestra Señora del Monte Carmelo en Loano (Savona); una Virgen del Rosario (1755) para la parroquia de Sant´Olcese (Génova); un Crucifijo (1756) para la iglesia de San Desiderio de Bavari en Génova; La Transfiguración (1757-1758) para el Santísimo Salvador de Valleggia (Savona); un San Antonio de Padua (124 cm.) y una Asunción (117 cm.) (1778-1779) para la iglesia de la Asunción de Vaccarezza; y, finalmente, otras dos efigies de la Asunción que talló entre los años 1783-1784 para las poblaciones corsas de Balagna y Speloncato. También le tenemos documentado un San Nicolás de Tolentino en la iglesia de Nuestra Señora de la Consolación y San Vicente de Génova, y un boceto modelado en cera que, conservado en Fegino (Génova), representa La Santísima Trinidad adorada por San Ambrosio y que pudiera ser el modelo del grupo procesional (215 cm.) que esculpió en 1764 para el Oratorio de Nuestra Señora de la Misericordia de Albanega (Savona).

AGOSTINO STORACE. Bautistmo de Cristo (1731-1732). Vado Ligure
AGOSTINO STORACE. Cristo apareciéndose a San Martín mientras parte la capa con un pobre (1740). Pegli, Oratorio de San Martín
ANTON MARIA MARAGLIANO Y AGOSTINO STORACE. Piedad (1730-1731). Génova, Santuario della Madonnetta
AGOSTINO STORACE. Virgen del Carmen (1751-1752). Loano, Chiesa de Nuestra Señora del Monte Carmelo
Regresando a la escultura vallisoletana hemos de señalar que el grupo escultórico reproduce la visión sufrida por el santo durante su viaje a Francia, en la cual se le apareció la Virgen entregándole a su Hijo. Las primeras representaciones de este episodio, que procede del Liber Miraculorum, surgieron en el siglo XVI, si bien fue durante el Barroco cuando el tema se puso de moda, e incluso mutó de tal manera que en ocasiones se prescindió de la figura de María para mostrar solamente al santo acariciando o adorando al Niño, el cual puede aparecer rodeado de resplandores, nubes y angelotes. También es muy frecuente durante estos momentos ver efigiado al santo sosteniendo al Niño en sus brazos. En ocasiones, Jesús puede aparecer sobre un libro. Si aceptamos la procedencia genovesa del grupo escultórico, como más adelante intentaremos demostrar, quedaría por averiguar el material que se utilizó para su talla puesto que en Génova se usaban otros tipos de madera diferentes a los de Castilla. Así, en la “Superba” se valieron de las maderas de cedro, ciprés, pino, abedul y tilo, especialmente estas dos últimas debido a que, según señala Sánchez Peña, “son maderas muy aptas para la talla, al ser las dos relativamente blandas y de agradable aroma, que permiten entrar en detalle”.

San Antonio es efigiado en una pose declamatoria a la vez que afectada. Se encuentra genuflexo ante un estrado sobre el que asienta un reclinatorio que sirve de soporte al Niño Jesús. Mantiene la pierna derecha en posición oblicua, mientras que la izquierda la descansa sobre el citado estrado. Gira el rostro hacia la izquierda, de tal manera que apenas nos son perceptibles sus facciones, a la vez que abre los brazos como si se sorprendiera ante la súbita aparición del infante. Tanto la cabeza, que se encuentra coronada por una amplia tonsura compuesta a base de mechones alborotados sin ningún orden y de gran resalto, como las manos presentan un excelente estudio de las calidades puesto que se detallan con precisión los músculos, los huesos, las venas, las articulaciones y hasta las líneas de las palmas. El rostro muestra a un santo muy juvenil, que parece encontrarse en trance ante la visión que está presenciando. Los ojos, de abultados párpados, presentan unas cavidades orbitarias de gran profundidad. La boca, pequeña y entreabierta, posee unos labios finos y perfilados, mientras que los dientes apenas están esbozados. La nariz es afilada y ligeramente puntiaguda. El santo viste el típico hábito franciscano, compuesto por una túnica ajustada a la cintura por un cíngulo y sandalias. El escultor ha simulado perfectamente los pliegues que se forman debido al ceñimiento del cordón. Los drapeados que surcan la túnica, que posee una policromía marrón oscura plana, son muy naturalistas. Por su parte, el Niño Jesús está representado de pie, en una posición inestable sobre un reclinatorio perfilado por dos volutas contrapuestas. La figura infantil, de notable tamaño, eleva el brazo izquierdo como saludando o bendiciendo al santo, mientras que el otro lo baja para equilibrar la composición. No apoya directamente sobre el mueble, sino sobre unas cabezas aladas de querubines que se miran entre ellos y sonríen. Su rolliza anatomía, que verdaderamente parece carne, tan solo se ve cubierta en su sexo por una estrecha tela azul que circunda su cuerpo. El conjunto, que presenta un fuerte brillo en sus carnaciones, sobresale por su extremado realismo, como se puede comprobar en la morbidez con la que está tallado el rostro del Niño.

Detrás de ambas figuras, encima del estrado, hay un libro abierto en el que figura la leyenda “Si quaeris miracula” (“Si buscas milagros”). En la parte superior de ambas hojas se observan sendas frases con una caligrafía minúscula. Mientras que la de la izquierda se encuentra prácticamente ilegible, la de la derecha pone “Di S. Antonio de Padua”, leyenda que nos reafirma en la procedencia italiana de la pieza. Quizás en origen este libro lo portara el santo en su mano izquierda ya que actualmente ésta se encuentra desencajada y ha perdido un dedo que se encuentra en el suelo junto al libro.

El grupo escultórico se ve enriquecido por un fondo pictórico que ocupa toda la hornacina y en el que se representa un paisaje: en primer término un árbol y una barandilla pétrea tras la cual hay un río. En la otra orilla, dominada por la vegetación, se visualiza una iglesia con frontispicio triangular y una torre. Completa el conjunto una serie de nubes y cabezas de querubines en el cielo que dotan a la escena de un ambiente sobrenatural. Esta pintura, que es similar a la que sirve de fondo al San Francisco en oración que preside el retablo frontero, pudo deberse a los discretos pinceles del pintor vallisoletano Ramón Canedo (1734-1801), quien por aquellas fechas ejecutaba para este mismo templo un Retrato de fray Manuel de la Vega que se conserva junto a la entrada de la sacristía (en origen se dispuso en la pared del lado de la epístola de la capilla de San Francisco) y que bien pudo ser encargado por la parroquia en agradecimiento a su benefactor. En la parte inferior del lienzo figura la siguiente leyenda: “El Reverendísimo Padre Fray Manuel de la Vega, lector jubilado, prior de las santas provincias de Aragón, Santiago y Terceros de San Antonio, Teólogo de la Real Junta de la Purísima Concepción, Comisario General de Indias, hijo de esta pila, quien acabó la fábrica de la iglesia adornándola de altares y varias alhajas, hizo la torre de ella a honra y gloria de Dios y de San Andrés su especial abogado ex definidor padre de esta provincia de la Concepción hijo de ella. Año 1776”. Señala Floranes que encima del lienzo hubo un víctor que decía: “Victor el Reverendísimo Padre Fray Manuel de la Vega comisario general de Indias teólogo de la Purísima Concepción hijo de esta pila a expensas de los oficiales estameñeros año de 1776”.

RAMÓN CANEDO. Retrato de Fray Manuel de la Vega (1776). Valladolid, Iglesia de San Andrés
Pero, ¿quién fue exactamente este religioso? Fray Manuel de la Vega y Calvo nació en Valladolid el 31 de diciembre de 1705, siendo sus padres Ambrosio de la Vega y Catalina Calvo, quienes lo llevaron a bautizar a la iglesia de San Andrés el 10 de enero de 1706. Siendo joven ingresaría en el convento de San Francisco en el que, según Agapito y Revilla, debió de ser lector de Prima. Asimismo, el historiador vallisoletano señala que “consta que predicó mucho y en el Salvador el día de la Virgen de agosto de 1747, en la fundación de la cofradía de maestros de obra prima de Nuestra Señora del Buen Suceso”. Desconocemos la fecha de su marcha al convento de San Francisco de Madrid, cenobio desde el que desempeñó los cargos de Definidor de su religión, en 1758, y el de Comisario General de Indias, entre 1768 y 1785, año este último en el que falleció en el referido convento madrileño el 27 de octubre, sucediéndole en el cargo Fray Manuel María Trujillo. Ocupó otros muchos cargos como “lector jubilado padre de la santa provincia de Aragón, Santiago y Terceros de San Antonio, teólogo de la Real Junta de la Purísima Concepción” y “ex-definidor padre de esta provincia de la Concepción”, tal y como puede leerse en el retrato que le hizo Ramón Canedo y que se conserva en la iglesia de San Andrés. La relación con su parroquia debió de ser siempre muy cercana ya que, por ejemplo, cuando el 11 de septiembre de 1758 se procedió a colocar la imagen de San Severo en su “nuevo dorado altar”, él fue el encargado de realizar la predicación. Como nota anecdótica, en los libros de acuerdos de la parroquia se indica que a Fray Manuel se le apodaba “Chapelo”.
Es una verdadera incógnita como fray Manuel de la Vega pudo encargar el grupo escultórico al referido taller genovés. Tal vez los contactos le vinieran a través del Convento de San Francisco de Madrid, en el cual sabemos que vivió desde al menos el año 1758; si bien pienso que la opción más probable es que, debido a su cargo, tuviera que viajar a Roma u a otro cenobio franciscano italiano para realizar algún tipo de gestión, con lo cual es factible que conociera el grupo de la iglesia de San Francisco de Rapallo (en favor de la opción de Rapallo juega el hecho de que si el franciscano realizó un viaje que tenía como destino final Roma pero desembarco, como era habitual, en el  puerto de Génova, Rapallo se halla obligatoriamente en el camino entre ambas ciudades. También pudo ocurrir lo contrario, que desde Roma viajara a Génova y allí embarcara hacia España.), u otro de similares características que en la actualidad ignoramos, pues como señala Serrano Estrella: “la presencia de casas en los territorios italianos favoreció los encargos de obra de aquella procedencia para las fundaciones españolas […]. Las estancias de determinados miembros de la orden en las casas italianas y las nuevas fundaciones o reformas de las antiguas propiciaron el conocimiento de focos de producción itálicos, lo que influyó en el gusto de los mismos, que encargaron allí obras que llegarían a España”.
Otra posibilidad es que hubiera conocido alguna escultura genovesa similar en Cádiz, puesto que “los conventos gaditanos regidos por órdenes religiosas eran verdaderos centros neurálgicos” debido a la llegada de influencias a través de los numerosos religiosos que, venidos de otras partes de Europa, embarcaban allí hacia el Nuevo Mundo. No cabe duda de que con este regalo, amén de los otros muchos que efectuó, el franciscano quiso “materializar el afecto y agradecimiento que el donante tenía hacia la institución receptora, así como […] el deseo de trasladar parte del boato y rica decoración que habían conocido allí [en Italia] cuando volvían a España”.

BIBLIOGRAFÍA
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