miércoles, 9 de febrero de 2022

El retablo de María Santísima de los Dolores de la iglesia de San Pedro de Valladolid (Antonio Bahamonde, 1752-1754)

 

La iglesia de San Pedro Apóstol es una de las más agradables sorpresas que un interesado en el arte y el patrimonio se puede llevar en Valladolid. Y hablo de sorpresa por cuanto quizás se trate de la más desconocida de las parroquias históricas de la ciudad, tal es así que a buen seguro muchos vallisoletanos ni sabrán de su existencia. Este desconocimiento se ha visto favorecido, sin duda, por su localización un tanto lejana del centro de la urbe y a que hasta hace no mucho tiempo poseía una fachada recubierta de piedra que no la hacía resaltar de las moles de viviendas que tiene adosados a sus costados.

En su día hablamos de su fantástico retablo mayor, quizás el ejemplar rococó más valioso existente en la actualidad en la ciudad. Hoy vamos a hablar de otro de sus retablos más relevantes, el de María Santísima de los Dolores Con motivo de subir este nuevo artículo y de cumplirse justo cinco años de la restauración del retablo mayor procederé a actualizar aquél artículo pues desde entonces he propuesto en una revista científica de Historia del Arte, el BSAA-Arte, que las esculturas que lo pueblan fueron realizadas por el célebre escultor tordesillano Felipe de Espinabete (1719-1799), siendo quizá una de las primeras obras que salieron de su gubia en la ciudad del Pisuerga.

Retablo de María Santísima de los Dolores

Dicho esto, nos vamos a centrar en el retablo que hoy nos ocupa, el de María Santísima de los Dolores. Pero antes de hablar propiamente del retablo hemos de hacerlo de la figura mariana a la que está consagrado. Efectivamente, en 1749 el escultor José Fernández acometió en compañía del maestro policromador Manuel de Urosa, uno de los artífices más solicitados en la época, la ejecución de “la imagen de Nuestra Señora de los Dolores, con sus andas y tornillos” para la “Hermandad de la Milagrosa Imagen de María Santísima de los Dolores con el admirable título y renombre del Santo Rosario, recién plantada en el delicioso jardín de la iglesia de Nuestra Padre y Apóstol San Pedro”. Se les abonaron 909 reales por esta imagen realizada con una clara función procesional, como nos lo indica la presencia de andas y tornillos.

Por lo que fuera, la imagen no debió de gustar a la Hermandad, o bien sufrió algunos desperfectos, puesto que en las cuentas correspondientes al periodo 1749-1750 se anotan una serie de pagos a Urosa por “una diadema y diferentes retoques que se hicieron a Nuestra Señora”, y a Fernández “por mover la cabeza de Nuestra Señora, una pierna y otros necesarios reparos para que quedase perfecta”. A continuación, en 1751 se procedió a dotar a la Virgen de siete cuchillos de acero, como buena Dolorosa que es.

JOSÉ FERNÁNDEZ. Virgen de los Dolores (1749)

Aunque en los documentos aparece reseñada como “Nuestra Señora de los Dolores” en realidad se trata de una Virgen de la Piedad. Señala Manuel Trens que la Piedad representa a la Virgen dolorosa después de la Crucifixión de Jesucristo. Es el momento en el que tras haberse consumado la muerte de Jesús su madre se reúne con él y lo recoge entre sus brazos. Son instantes de intimidad entre ambos ya que se produce una trágica dispersión al desaparecer los otros personajes históricos. Viene a ser una representación en la que se ensalza el papel dual de la Virgen como Madre y como Redentora de la humanidad.

La iconografía de la Virgen de la Piedad hunde sus raíces en la Alemania medieval, concretamente entre los siglos XIII-XIV. Allí se la denominaba Vesperbild, que significa “imagen vesperal”, debido a que “fue el viernes por la tarde cuando María recibió en sus brazos a su Hijo desclavado de la cruz”. Este pasaje es una creación de la mística medieval surgida a raíz de las Meditaciones del Pseudo Buenaventura, de las Efusiones del beato dominico Enrique Susón (Heinrich Seuse) y de las Revelaciones de Santa Brígida. En todas ellas se alude a que la Virgen recogía sobre sus rodillas el cuerpo muerto de su Hijo. Las primeras representaciones de Piedad proceden de Alemania, concretamente de los “conventos de monjas místicas del valle del Rin”. Ya con posterioridad, el tema se extendió por toda Francia gracias a las cofradías de Nuestra Señora de la Piedad que “encargaron grupos para la decoración de sus capillas”, datando los primeros de hacia 1320. En Valladolid, la primera Virgen de la Piedad fue la regalada por el rey Juan II de Castilla al obispo Sancho de Rojas, que la depositó en la capilla de los Condes de Fuensaldaña del Monasterio de San Benito el Real. El grupo, realizado en piedra policromada, es obra de algún taller centroeuropeo entre 1406-1415. Desde entonces las representaciones de la Piedad se multiplicaron.

El grupo de la Piedad, en el que las dos figuras –Cristo y la Virgen– son independientes, nada tiene que ver con las de época gótica, en la que el patetismo era la nota común. Sus parámetros discurren más por la belleza formal, la dulzura y, sobre todo, el teatralismo. A esto último ayuda el hecho de que la pieza no esté tallada de forma conjunta, sino que sea la unión de dos volúmenes independientes, con lo cual el grado de realismo es mucho mayor. Formalmente, el grupo apenas tiene antecedentes en Valladolid, más allá de la Piedad del obispo Sancho de Rojas (Taller centroeuropeo, ca.1406-1415) que existió en el Monasterio de San Benito el Real y que hoy puede admirarse en el Museo Nacional de Escultura, y de las conservadas en la fachada de la iglesia penitencial de Nuestra Señora de las Angustias (Francisco del Rincón, 1605-1606), y en el Colegio de los Ingleses (Pedro de Ávila, ca. 1702 –Virgen– y taller granadino, finales del siglo XVI –Cristo Yacente–). La Piedad posee una composición triangular sólida, equilibrada y armónica, y es precisamente a través de esa armonía y equilibrio a través de los cuales transmite un sentimiento religioso de dolor contenido, resignado y suplicante.

La Virgen aparece sentada con las piernas abiertas para poder sujetar el cuerpo rendido de su Hijo. Viste túnica roja, manto azul con ribete dorado y un paño blanco que le rodea la cabeza. Estas vestimentas, surcadas de plegados a cuchillo, poseen un notable movimiento merced al hecho de que las telas se entrecruzan y apelotonan en diferentes partes de su cuerpo. Mantiene una gestualidad suplicante como si estuviera interpelando a Dios Padre. Así, dirige su mirada angustiada y llorosa –el rostro se ve surcado por cuatro lágrimas de cristal– ante el cielo, mientras que eleva la mano derecha de una manera declamatoria pero también implorante. Por su parte, con la otra mano, que posee una morfología cercana a las elaboradas por Pedro de Ávila y Pedro de Sierra, agarra el cuerpo inerte de su Hijo. El rostro es redondeado y acusa notable morbidez, con un potente mentón, largas guedejas de pelo que lo flanquean y unos ojos grandes y de enorme expresividad.

La figura de Cristo yace inerte sobre el regazo de su madre, con la cabeza y el brazo derecho desplomados en teatral concepción. Posee una anatomía magra, de formas mórbidas y redondeadas, escasamente sanguinolenta, más allá de la que mana de la espalda, costado, manos, pies y la corona de espinas. Como ocurre con la plástica dieciochesca, impera más la visión idealizada y dulce que la patética del siglo XVII, si bien a pesar de ello mantiene la hondura espiritual imperante durante esa centuria previa.

Pasados tres años, en 1752 el escultor José Fernández volvió a trabajar para la hermandad de suerte que realizó una nueva “efigie de Nuestra Señora, compostura del Santísimo Cristo que mandó hacer la Congregación”. Del policromado y estofado de la imagen se encargó Pedro de Acuña (1689-1760), mientras que el platero Joseph de Torices le fabricó la corona. No es comprensible que en el plazo de tan solo tres años la Congregación encargara esculturas de la Virgen de los Dolores, lo más probable es que se trate de un error de redacción del escribano y en realidad se refiera a la realización de la citada imagen del Santísimo Cristo, que no es otro que el Cristo Yacente que está depositado en una urna en el banco del retablo.

El origen de la iconografía del Yacente se halla en el momento en que la figura de Cristo se independiza del grupo del Santo Entierro, sobre todo a partir del Concilio de Trento en que el Cristo en el sepulcro sufrió una “depuración compositiva por el que se desvinculó la imagen principal del resto de los personajes que asistieron al sepelio. A partir de dicho momento, se insiste en asociar la muerte de Jesús con el sacramento de la Eucaristía y la dramática exposición del Cristo yacente en solitario se convirtió en una iconografía que superaba lo narrativo para adquirir un alto contenido simbólico”.

El Cristo Yacente que nos ataña, de tamaño menor que el natural, copia fielmente el modelo ideado por Gregorio Fernández, aunque con una notoria rigidez, planitud, sequedad de talla y merma de calidad con respecto a los originales salidos de la gubia del maestro gallego. Cristo aparece tumbado con las piernas estiradas, la izquierda ligeramente flexionada. Tiene la cabeza apoyada sobre dos mullidos cojines. El paño de pureza, recorrido por plegados a cuchillo, le cubre el sexo y parte de la cadera izquierda, dejando libre la derecha, de tal forma que podemos contemplar su musculosa pierna. Mantiene el brazo derecho extendiendo, mientras que la izquierda la tiene apoyada sobre la cadera con la palma vuelta hacia su rostro. Sin duda lo mejor de la escultura es la cabeza, que muestra unas facciones que denotan dolor y agotamiento, así como una mirada sin vida. Tanto los ojos como la boca se encuentran entreabiertas, aunque Cristo ya ha fallecido. La cavidad bucal se halla horadada, de suerte que tiene tallados los dientes y la lengua. La nariz puntiaguda, con grandes fosas nasales y aletas muy remarcadas, así como los duros pómulos son características esenciales de la estética de José Fernández. Los cabellos aparecen extendidos en diferentes guedejas a lo largo de la sábana, dejando oculta la oreja derecha y completamente visible la izquierda, que aparece rodeada de un espeso mechón que la circunda. La labra de los cabellos y de la barba es pormenorizada y está concebida en múltiples guedejas asimétricas que le proporcionan cierto naturalismo. La barba es bífida y rematada en dos mechones curvos simétricos afrontados.

Al mismo tiempo que se acometía el Yacente se iniciaron los trámites para construir un retablo en el que la hermandad exhibiría sus imágenes y celebraría desde entonces sus cultos. Efectivamente, en 1752 se “mandó trazar la planta del retablo”, mientras que al siguiente se recaudaron diversas limosnas para afrontar la construcción del retablo, en total 1.685 reales y 13 maravedíes. El elegido para su fabricación fue el notable maestro ensamblador, escultor y tallista local Antonio Bahamonde (1731-1783) -previsible autor del retablo mayor-, que se concertó con la hermandad para ejecutarlo en 2.000 reales, cobrando, además, otros 120 reales por “la compostura de Nuestra Señora y la mesa de altar”. Su construcción se debió demorar hasta 1754, año en el que la Congregación quedó tan satisfecha que le gratificó con 200 reales. Por cuenta de Bahamonde corrieron a buen seguro las esculturas que flanquean a la Virgen de los Dolores, Cristo atado a la Columna y Jesús Nazareno, efigies que fueron policromadas en 1753 por un anónimo maestro, quizás Gabriel Fernández de Tobar o Manuel de Urosa.

Estos años fueron los de mayor auge, al menos en el plano material, de la hermandad. Sin embargo, sus arcas debieron quedar exhaustas ante tanto dispendio, por lo que el retablo quedó en blanco hasta 1759, año en que se acometió su dorado, tarea que se encomendó al citado Gabriel Fernández de Tobar, quien asimismo doró las andas de la Virgen. En este último año se acometieron otros trabajos menores como fueron la elaboración de los remates de plata de la cruz, incluso el del INRI, la compostura de la Virgen, la fabricación de doce cornucopias, y el dorado de la peana de Nuestra Señora. Anteriormente a este retablo existió otro pues en el bienio 1745-1746 se abonaron 50 reales al pintor Gabriel Fernández de Tobar “por haber pintado y retocado el retablo de Nuestra Señora de los Dolores”; y en el de 1747-1748 otro pintor llamado Manuel Galbarriatu volvió a pintar el altar y también el marco del frontal.

El retablo es un excelente ejemplar proto-rococó. (400 x 280 cm) que ocupa la totalidad de la segunda capilla –se trata de un arco hornacina sin apenas profundidad– del lado de la epístola. Posee una traza ciertamente movida tanto en planta como en alzado, de suerte que en planta se remarcan una serie de entrantes y salientes. El retablo se estructura en banco, cuerpo con tres calles –las laterales más estrechas– y ático de remate semicircular. El banco acoge en su parte central una estructura sepulcral que da cabida a una hornacina en cuyo interior se dispone la efigie de Cristo Yacente según el modelo creado y popularizado por Gregorio Fernández un siglo y medio antes. En las esquinas superiores delanteras de esta estructura sepulcral asientan sendos angelotes que empuñan lanzas. A los lados de esta estructura, y correspondiendo con los espacios de las calles laterales, encontramos unos netos flanqueados por las ménsulas que soportan las columnas del cuerpo principal. En los netos observamos unas protorrocallas en cuyo parte central parece pender una especie de flor.

El cuerpo principal congrega el grueso principal de la imaginaría pasionista de este retablo dedicado a Nuestra Señora de los Dolores. Posee tres calles, cada una presidida por una hornacina, estando las laterales flanqueadas por sendas columnas clásicas acanaladas y decoradas con tegumentos y cabezas de ángeles, motivos ambos que proceden del Transparente de la catedral de Toledo, ejecutado por Narciso Tomé (1694-1742) y en el cual colaboró como oficial Pedro de Sierra, maestro a quien se debe la introducción de ambos elementos en la retablística vallisoletana.

En la hornacina principal se expone a la titular, la Virgen de los Dolores, mientras que en las laterales encontramos las pequeñas estatuitas de Jesús Nazareno y Cristo atado a la columna, ésta última también sigue el modelo fernandesco. Como vemos, a pesar de haber pasado tanto tiempo las iconografías de Gregorio Fernández seguían aun plenamente vigentes. Las tres hornacinas son de remate semicircular, si bien las diferencias entre ellas son acusadas. Así, la hornacina principal posee una gran profundidad, necesaria para acoger a la Virgen, pues no dejaba de ser un paso procesional. El interior del arco presenta una decoración de casetones. Al exterior se resuelve mediante dos columnas clásicas decoradas con festones que sujetan sendos trozos de entablamento, que a su vez sirven de apoyo a la decoración mixtilínea que se inscribe en la parte superior del arco. Sobre las ménsulas arrocalladas laterales campean sendas cabezas de angelotes, mientras que en la parte central encontramos un corazón con espinas, símbolo también de la Pasión, como ocurre con toda la iconografía del retablo. Por su parte, las hornacinas laterales poseen una escasa profundidad, de suerte que las imágenes sobresalen, y presentan una decoración a base de pilastras que soportan una complicada decoración mixtilínea. Para compensar la escasa altura de las calles laterales con respecto a la principal, éstas acogen trozos de entablamento sobre las columnas, y entre los pares netos con decoraciones de rocallas.

En el ático nos encontramos también con una estructura tripartita: en el centro un bloque rectangular que avanza con respecto a la línea general del retablo, en cuyo interior se desarrolla un relieve que analizaremos posteriormente, y sobre el que, a modo de remate, campea una medalla que exhibe la Santa Faz, un nuevo motivo que incide en la iconografía netamente pasionista del retablo. A los lados dos ángeles de bulto redondo que parecen haber portado algún Arma Christi, quizás las lanzas con las que le abrieron el costado y con la que le dieron de beber hiel en una esponja, y en los extremos dos paneles decoradas con medias pilastras con los capiteles unidos, y en el centro un florón.

El relieve muestra a la Virgen sobre una nube en actitud de distribuir escapularios a una serie de monjes. A pesar de que el escapulario que tiene en la mano es el de la Virgen del Carmen, Francisco Javier Juárez Domínguez ha logrado averiguar que la escena representa la Fundación de la Orden de los Servitas en 1233 y la entrega del hábito de dicha Orden por parte de la Virgen a los Siete Santos Fundadores (Bonfilio, Alejo, Manetto, Amadeo, Hugo, Sostenes, y Buonagiunta) –os remito a la entrada que le dedicó a este retablo en su blog–. Efectivamente, en el relieve figuran siete religiosos y, además, hemos de tener en cuenta que esta orden religiosa se distinguió por meditar sobre la Pasión del Redentor y la Soledad de María Santísima, quien se les apareció el Viernes Santo de 1239 o 1240 rodeada de ángeles con los instrumentos de la Pasión de Cristo, otros con hábitos negros, uno de los cuales mostraba la Regla de San Agustín, y otro una tarjeta esmaltada de rayos de oro con el título de Siervos. La Virgen, tomando uno de aquellos hábitos, dijo a aquellos religiosos: “Mirad cual suerte de vestidos quiero que llevéis; son de color negro, porque representan las penas que padecí por los tormentos de mi Unigénito, vosotros, pues, en adelante trayendo este hábito en vuestro cuerpo, tendréis siempre en la mente los dolores que yo padecí en el corazón; he aquí la Regla de Agustino. He ahí el título de Siervos míos. He aquí la Palma que conseguiréis en la vida eterna”. Como vemos todo cuadra, los hábitos negros propios de San Agustín, el relieve del corazón en la hornacina principal, la temática pasionista del retablo, etc…

Aunque la cofradía se fundó con el nombre de Hermandad de Nuestra Señora de los Dolores, según nos deja constancia Colón de Larreátegui, con posterioridad la veremos ya asociada a los servitas como demuestra un documento hallado por Juárez Domínguez en Archivo Municipal de Valladolid: “Solicitud de Francisco Rodríguez y otros en nombre de los Servitas Seculares de María de los Dolores, pidiendo licencia para construir una capilla destinada a la Virgen del Camino, en Santa Clara”. Ya en el siglo XIX la varemos nombrada como “Congregación de Servitas de Nuestra Señora de los Dolores” o “Congregación de Servitas Seculares de María”.

A modo de resumen, el retablo fue realizado por Antonio Bahamonde, a quien también deben pertenecer las imágenes de Jesús Nazareno y de Cristo atado a la columna, amén del relieve de la Fundación de la Orden de los Servitas, de los dos ángeles que le flanquean y de la “medalla” de la Santa Faz, pues así se desprende del análisis de sus rostros, que poseen sus características facciones. Ya Hernández Redondo adivinó la autoría del Cristo atado a la columna, sin embargo, años después se propuso la errónea atribución a José Fernández, con cuyo corpus estético nada tiene que ver. Por su parte, a Fernández le pertenecen tanto el grupo de Nuestra Señora de los Dolores como el Cristo Yacente, a lo que hemos de añadir a los dos angelotes que campean sobre la urna sepulcral. Dejo una pregunta para el final: ¿No sería interesante que la prodigiosa imagen de María Santísima de los Dolores volviera a tener función procesional? Posee unción y calidad de sobra.

 

BIBLIOGRAFÍA

“Nº 15 José Ignacio Hernández Redondo. ¿Antonio Bahamonde? Cristo atado a la columna”. En VV.AA.: Pequeñas imágenes de la Pasión en Valladolid [exposición abril-mayo 1987 Palacio de Villena], Ministerio de Cultura, Madrid, 1987, p. 30.

ALCALDE, Domingo: Manual histórico y descriptivo de Valladolid, Hijos de Rodríguez, Valladolid, 1861.

COLÓN DE LARREÁTEGUI, José: Informe sobre los gremios de Valladolid, Valladolid, 1781.

DE CASTRO Y BARBEITO, Benito Francisco: Diccionario histórico-portátil de las órdenes religiosas y militares, y de las Congregaciones regulares y seculares que han existido en varias partes del mundo hasta el día de hoy, Imprenta de don Blas Román, Madrid, 1792.

GONZÁLEZ MORAL, Mariano: El Indicador de Valladolid, Imprenta y Librería Nacional y Extranjera de H. de Rodríguez, Valladolid, 1864.

HERNÁNDEZ REDONDO, José Ignacio: “Nº 61 Cristo Yacente”. En VV.AA.: Las Edades del Hombre. Eucharistia, Fundación Las Edades del Hombre, Valladolid, 2014, p. 246.

JUÁREZ DOMÍNGUEZ, Francisco Javier. “Jesús Nazareno con la casa a cuestas”. En REBOLLO MATÍAS, Alejandro (coord.): Nazarenus. Símbolo, iconografía y arte del Viacrucis, Ayuntamiento de Valladolid, Valladolid, 2016, p. 60.

MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José y URREA, Jesús: Catálogo Monumental de la provincia de Valladolid. Tomo XIV. Monumentos religiosos de la ciudad de Valladolid (1ª parte), Institución Cultural Simancas, Valladolid, 1985.

RÉAU, Louis: Iconografía de la Biblia. Nuevo testamento, Ed. del Serbal, Barcelona, 2000.

TRENS, Manuel: María: iconografía de la virgen en el arte español, Plus Ultra, Madrid, 1946.

“Hermandad de Nuestra Señora de los Dolores y del Rosario, una cofradía servita en Valladolid”. http://gloriasdevalladolid.blogspot.com/2016/01/hermandad-de-nuestra-senora-de-los.html

No hay comentarios:

Publicar un comentario