lunes, 5 de julio de 2021

Ad maiorem Dei gloriam: El retablo de la capilla del Noviciado jesuita de la Colegiata de San Luis de Villagarcía de Campos (1719)

 

La capilla del Noviciado es una amplia estancia levantada sobre la sacristía de la colegiata, que ocupa la misma extensión que aquélla. De ella dijo el P. Ribadeneira en su Historia de la Asistencia de España: “Para que los capellanes y cantores de la iglesia principal no turbasen a los novicios e inquietasen a los que vivían en el Colegio, doña Magdalena mandó labrar dentro del Colegio una Capilla interior, en que se puso el Santísimo Sacramento, para que los novicios pudiesen con más libertad y quietud recogerse a hacer sus oraciones y ejercicios espirituales”. Aunque esta capilla, de que nos habla Ribadeneira, ocupa el mismo local que la de ahora, era muy distinta de la actual en su interior; pues se fue transformando y decorando poco a poco, sobre todo durante los años 1663 y 1677.

Al entrar en esta capilla queda uno sorprendido ante las dos hojas de la puerta de madera con tallas afiligranadas, entre las que campea al Corazón de Jesús, que no podía faltar en esta capilla, donde vivieron su vida de oración los primeros apóstoles de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús en España: P. Hoyos, Cardaveraz, Loyola, Calatayud, Fonseca, etc… En la casulla de la estatua de San Ignacio del retablo va pintado también el corazón con la corona de espinas, la herida y las llamas, como para dar otra vez testimonio de que este noviciado fue la cuna de la devoción al Corazón de Jesús.

El pavimento de la capilla está enlosado con baldosas traídas de Loyola y sacadas de la cantera de Izarraitz; de la que se servían allí para la construcción de la Basílica de San Ignacio, que se inauguró el 31 de julio de 1738. En carta de 29 de enero de 1728 el administrador de Villagarcía, Hermano Emeterio Montoto, le pedía al de Loyola que le labrasen allí unas 1.300 baldosas para la capilla grande del noviciado, que estuviesen “bruñidas como espejos”.

Una vez dentro de la capilla, queda uno sorprendido ante el apoteósico retablo que la preside. Se trata de un retablo inesperado después del equilibrio arquitectónico de la Colegiata, pues se trata de un retablo barroco, pleno de vida y movimiento, deslumbrante por su dorado, en el que no se pueden acumular ya más elementos decorativos: las columnas salomónicas recubiertas de guirnaldas con racimos y pámpanos de vid y caras de ángeles que aparecen por todas partes. Asimismo llama la atención el hecho de que se trate de un retablo de formato apaisado pues no suelen menudear en una época en la que lo que se busca es la altura, las proporciones gigantescas. Sin embargo el retablo tuvo que adaptarse a la forma de la cabecera de la capilla, la cual cubre por completo.


Su estructura un tanto compleja puesto que presenta cinco calles y dos cuerpos fracturados en las entrecalles por la inclusión de un tercer cuerpo consistente en sendas hornacinas que acogen a dos de los santos jesuitas más célebres: San Francisco Javier y San Francisco de Borja, que flanquean la gigantesca imagen de San Ignacio de Loyola, que revestido con atuendo clerical y en aspecto apoteósico centra todas las atenciones en la parte superior de la calle central.

Volvamos a la estructura. Las cinco calles y los dos o tres cuerpos se encuentran completamente decorados con esculturas y relieves, las manifestaciones pictóricas quedan reducidas al Ecce Homo que decora la puerta del tabernáculo. Los elementos sustentantes del retablo son dos: en la calle central hacen acto de aparición dos hermosas y resueltas columnas salomónicas repletas de pámpanos y vides de fina labra, y en los extremos, a cada lado, una columna y una semicolumna lateral, ambas corintias con el tercio inferior tallado y el fuste acanalado y recorrido por una guirnalda en espiral. Los elementos decorativos, tallados también con gran finura y prolijidad tapizan por completo la superficie, combinándose en algunos lados con cabezas aladas de ángeles.

Preside el retablo dentro de una hornacina, una excelente Inmaculada Concepción que viene a copiar puntualmente la iconografía ideada por Gregorio Fernández, con las manos juntas delante del pecho, la cabellera suelta, apoyada sobre una peana con tres cabezas aladas de angelotes, circundada de una aureola de rayos dorados, y con piedras brillantes en el manto. El nicho primitivo donde está la Virgen se rehízo por completo cuando vinieron a Villagarcía el 1959 los novicios de la provincia de Castilla occidental; y la parte frontal con sus ángeles y columnas se trasladó al Museo. Se nota la diferencia entre el dorado del nicho moderno y el brillo del oro viejo del retablo. En lugar de las dos columnas piramidales que tenía el nicho primitivo, le pusieron a éste otras de estilo barroco, a tono con las del retablo.

Encima de la hornacina de la Inmaculada encontramos una gigantesca imagen de San Ignacio de Loyola, de tamaño mayor que el natural, modelo de dinamismo barroco, en actitud triunfante y apoteósica sobre un nimbo de nubes, rodeado de ángeles que llevan en sus manos palmas y coronas de triunfo, el anagrama del nombre de Jesús, una maqueta de la iglesia cuya defensa fundó San Ignacio con la Compañía, el estandarte de la cruz con la leyenda “In hoc signo Vinces”, la trompeta de la fama. El santo se sitúa sobre un pedestal como queriéndose salir de su hornacina, haciendo ondear sus ornamentos sacerdotales como bandera desplegada al viento. Con su mano derecha señala el lema del jesuita “Ad maiorem Dei gloriam”, que va grabado en el libro que sostiene en su mano izquierda. Sobre el santo, y a manera de remate del retablo, hay una venera flanqueada por dos palmas del triunfo y de la que pende el Espíritu Santo que se encuentra infundiendo de sabiduría divina al santo. En algunas ocasiones se ha atribuido esta escultura al vallisoletano Pedro Bahamonde (1707-1748), pero su estilo no termina por encajar con sus presupuestos estéticos. Sea como fuere, la escultura tiene gran parecido con la estatua de plata de San Ignacio de la Basílica de Loyola, obra del célebre escultor Francisco de Vergara (1681-1753).

La actitud de San Ignacio lleno de vida y movimiento, teniendo en su mano izquierda el libro de las Constituciones y señalándose a sus súbditos, que se los supone a sus pies, es exactamente la misma en ambas estatuas. El manípulo, la estola y el alba están dispuestos del mismo modo; y la casulla tiene el mismo movimiento agitado de sus pliegues. A sus pies tenía la estatua de San Ignacio de la Basílica de Loyola un angelito de plata maciza con el anagrama del nombre de Jesús, disponiendo rayos de fuego a su alrededor; y lo mismo tiene el San Ignacio de Villagarcía. Para darle todavía más vida y movimiento coloca el escultor en la peana otro grupo de ángeles que le llevan en voladas.

A uno y otro lado de San Ignacio, en nivel inferior, están, como ya dijimos, las esculturas de San Francisco Javier y San Francisco de Borja, en hábito talar negro con franjas doradas de pliegues barrocos. El primero lleva como bordón la cruz que paseó por sus campos misioneros en las Indias y el Japón; y el segundo sostiene en su mano izquierda una calavera, símbolo del desengaño que sufrió al contemplar el cadáver de la Emperatriz Isabel de Portugal, esposa de Carlos V. Probablemente ambas esculturas se deban a las gubias de José Mayo (1642-1679/1680), a quien quizás haya también que adjudicar la de la Inmaculada Concepción.

Encima y debajo de ambos santos y en las calles de los extremos encontramos que el retablo se completa con una serie de relieves en forma de medallones ovalados que pertenecen a dos épocas bien diferentes: todos salvo los instalados debajo de San Francisco Javier y San Francisco de Borja fueron labrados en 1719 por el célebre escultor riosecano Tomás de Sierra (ca.1654-1725). Los otros dos parece que fueron realizados en 1959 por un maestro cuyo nombre ignoramos. Los relieves deberían estar colocados para el 3 de diciembre de ese mismo año, festividad de San Francisco Javier. El precio de cada relieve se fijó en 240 reales, abonados al finalizarse cada uno de ellos. No hay duda de que el plazo es muy corto, lo que testimonia que Tomás de Sierra poseía un buen taller.

Gracias a la existencia del contrato de Tomás de Sierra, fechado el 23 de agosto de 1719 y firmado tanto por el escultor como por el Padre Juan de Villafañe, Rector del Colegio de Villagarcía, conocemos una pormenorizada memoria en la que se indican las medidas, los temas, las actitudes y la indumentaria que debería de aparecer en sus relieves. Es más, para la historia de San Francisco de Regis hasta se entregó a Sierra un grabado para que se atuviese a la composición. Un claro indicio de la influencia del grabado en la escultura.

En el lado del evangelio se colocaron los relieves de San Luis Gonzaga (“primera historia de San Luis Gonzaga. Alto, tres pies y quarta. Ancho, tres quartas y cinco dedos”), San Juan Francisco de Regis (“Segunda historia. De San Juan Francisco Regis… su historia ha de ser según la estampa que lleva. Su historia es el Santo vestido de jesuita, de rodillas, adorando el Santísimo Sacramento en su custodia, como está en el retablo de la capilla”) y San Estanislao de Kostka (“Tercera historia. De San Estanislao: Ha de tener… su historia ha de ser el Santo vestido de jesuita, de rodillas, recibiendo en sus brazos el niño Jesús de mano de la Virgen Santísima, que ha de estar en su trono de gloria cercado de ángeles y serafines y otros ángeles con unos instrumentos músicos que toquen”).

Así nos presenta en el medallón superior del lado del evangelio a San Luis Gonzaga en alta contemplación, arrodillado ante la Eucaristía, devoción suya predilecta desde que recibió la primera comunión de manos de San Carlos Borromeo. A sus pies tiene la corona del Marquesado de Castiglione, que renunció a favor de su hermano Roberto al entrar en la Compañía de Jesús. Había sido beatificado en 1605 y canonizado el 1726.

En el segundo relieve nos presenta a San Francisco de Regis, natural de Fontcouvert (Francia), que vino a aumentar el santoral jesuítico en 1737. Aparece extático, sobre un solio de nubes; tal cual aparecería en Roma, en la gloria de Bernini, el día de la canonización, y de donde le reproduciría el autor, que aúno no estaría familiarizado con esta nueva figura.

En el tercer relieve vemos a San Estanislao de Kostka recibiendo al Niño Jesús de manos de la Santísima Virgen, a la que profesó una singular devoción. Murió la víspera de la Asunción como se lo había pedido, y fue beatificado en 1670 y canonizado el 1726; pero el Papa autorizó su culto el 1605.

En el lado de la epístola, guardando la simetría, se sitúan los relieves de San Juan Goto, San Diego Quisai y San Pablo Miki, es decir, los mártires del Japón, que murieron crucificados en Nagasaki en 1597 en la persecución del Emperador Taicosama. Fueron elevados al honor de los altares en 1627 por Urbano VIII. Son los primeros mártires jesuitas, japoneses de nación.

El medallón superior representa a Juan de Goto. Era aspirante a la Compañía de Jesús y ejercía el oficio de catequista para dar prueba de su aptitud para la Compañía. Encarcelado en 1596 por el edicto de Taicosama contra todos los predicadores del Evangelio, fue admitido en el Noviciado e hizo votos poco antes de su martirio. El verdugo le está cortando la oreja izquierda como había mandado Taicosama que se hiciese con todos los que iban a ser crucificados, para escarnio y escarmiento de todos. A un lado se ve la cruz en que va a ser levantado; los ángeles le traen la palma y la corona del martirio.

En el segundo relieve vemos a Diego Kisai, que está despidiéndose del P. Juan Rodríguez, jesuita también, excluido del martirio a instancias del gobernador de Macao ante Taicosama. El P. Rodríguez se muestra más apesadumbrado que el mártir por verse privado de la corona del martirio. Hizo los votos religiosos como Hermano Coadjutor en la cárcel la víspera de su martirio. Estando los mártires sujetos a la cruz, los vertudis les atravesaban ambos costados con una lanza.

Pablo Miki aparece en el tercer medallón, de rodillas, rodeado de sus verdugos. Había acabado sus estudios de teología; estaba dedicado a los ministerios apostólicos y esperaba ordenarse en seguida de sacerdote.

En el fondo se ve una hilera de cruces: pues fueron 24 las víctimas de la persecución de Taicosama; entre ellos seis franciscanos y 15 seglares cooperadores de la misión. Desde entonces se llamó Monte de los mártires al montecillo en que fueron crucificados, a la vista de la ciudad de Nagasaki. Treinta años después de su martirio, el Papa Urbano VIII concedió que se les tributase el bulto debido a los mártires, hasta que se procediese a su solemne canonización, que se verificó el año 1862.

 

BIBLIOGRAFÍA

MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José: “Tomás de Sierra en la capilla del Noviciado de la Colegiata de Villagarcía de Campos”, B.S.A.A., Nº 55, pp. 478-480.

PARRADO DEL OLMO, Jesús María: Catálogo Monumental de la provincia de Valladolid. Tomo XVI. Antiguo partido judicial de Medina de Rioseco, Diputación de Valladolid, Valladolid, 2002, p. 344.

PÉREZ PICÓN, Conrado (S. J.): Villagarcía de Campos: estudio histórico-artístico, Institución Cultural Simancas, Valladolid, 1982.

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