El
siguiente post, que quiero dedicar a María por su ayuda para que pudiera realizar algunas de las fotografías que hice hace un año por estas fechas, viene a ser en cierta manera una continuación del anterior en el
que atribuíamos la magnífica escultura de San Antonio de Padua existente en la
iglesia de San Andrés al escultor genovés Agostino Storace. Pues bien, la
presencia de esta excelsa imagen en la referida parroquia plantea un interesante
interrogante sobre ¿cómo pudo hacerse una humilde parroquia de una ciudad que
había perdido el esplendor artístico tiempos pasados con una escultura italiana
de tal calidad y nobleza? Hagamos un poco de historia. Hasta finales del siglo
XVIII la iglesia no destacó ni por su tamaño ni por la entidad de las obras
artísticas que atesoraba en su interior. Se trataba de un pequeño templo
formado por una nave con una capilla a cada lado, un crucero al que se abría en
el lado del Evangelio la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles (o de las
Maldonadas, que era de patronato privado) y una cabecera poligonal. Llegada la
década de 1770 y, más concretamente, el año 1772, un hijo de pila de la
parroquia, el franciscano fray Manuel de la Vega y Calvo, quien ostentó entre
otros cargos el de Comisario General de las provincias de Indias de la Orden de
San Francisco, patrocinó las obras de ampliación de la iglesia y la
reconstrucción de su torre, actuaciones, ambas, que
corrieron a cargo del arquitecto académico Pedro González Ortiz (1740-1796). El
libro becerro explica de manera entusiasta las obras acometidas por el
franciscano en su amada parroquia: “El
Reverendísimo padre maestro fray Manuel de la Vega de la regular observancia de
San Francisco e hijo del Real Convento de esta ciudad pobre de nacimiento pero
honrado, pobre fraile pero de corazón magnánimo, nobles y católicos
pensamientos que habiéndose anunciado en su puericia religiosa (pudiera decirse
que proféticamente) había de concluir la iglesia (…) promovido cuasi maravillosamente al ministerio de comisario general de
las Indias (…) concluyose por fin la
iglesia con el aumento de cuatro capillas a dos por banda, con sus retablos
ricamente dorados, colocose la soberana efigie del Cristo del Consuelo en el
mismo sitio donde antes tenía su capilla oscura y reducida, y enfrente una
admirable pintura de Nuestra Madre y Señora de Guadalupe de México con la
historia de la aparición, y en las dos capillas siguientes se han colocado dos
efigies de San Francisco y San Antonio las que forman competencia entre sí
sobre la admiración del arte; la hizo su torre a fundamentis tan fuerte, y
agradable a la vista”.
Las
fiestas para conmemorar la conclusión de las obras se celebraron prematuramente
(la torre estaba sin rematar, por lo que las campanas no pudieron ser volteadas
sino repicadas) los días 14, 15 y 16 de junio de 1776 para aprovechar que el
padre De la Vega se encontraba de paso por la ciudad, camino de un Capítulo de
su Orden en Medina de Rioseco. El franciscano tuvo un papel activo en estos
fastos puesto que fue el encargado de efectuar la predicación del día 15 “acompañado
de los dos padres provinciales presente y pasado, y de otros muchos religiosos
de su orden”. Los sermones de los otros dos días los realizaron el
licenciado don Francisco Joaquín Cano, a la sazón párroco, provisor y vicario
general del obispo, y el Ilustrísimo señor obispo don Antonio Joaquín Soria “a
quien asistieron varios señores dignidades y canónigos de la santa iglesia, a
las que concurrió con su destreza la música de la catedral”.
Dicen
las crónicas que asistieron a los festejos tantas “personas, clérigos,
religiosos, caballeros y multitud de gentes de todos estados de uno y otro sexo
en tanto grado que con ser la iglesia tan capaz y espaciosa era poco ámbito su
pavimento para comprenderlas”; por su parte, el retablo mayor “se convirtió en
un cielo de luminosas antorchas, como así bien los colaterales, y demás altares”.
Las celebraciones no fueron solamente religiosas, ya que también tuvieron sus
elementos profanos. Así, sabemos que los propios feligreses: “dispusieron un
víctor compuesto de 50 parejas con las que representaron las cuatro partes del
mundo con toda propiedad, empezaba con un estandarte en el que iba pintada por
una parte la divisa de San Andrés, y la de San Francisco por otra, y
concluyeron las cuadrillas con el propuesto víctor guardado de varios sujetos
vestidos a la española antigua; llevaban las cajas de la milicia con los
pínfanos que componían una música bélica muy concertada”. Esta misma
celebración es narrada por el cronista Ventura Pérez en su Diario de
Valladolid: “asistió la música de la
Santa Iglesia, y los feligreses hicieron un poco de mojiganga, vestidos unos de
ángeles, a caballo, otros de turcos, otros de indios, otros de moros; de modo
que aunque llevaban volantes con hachas todo era un batorrillo sin pies ni
cabeza”.
Las
obras y preseas con las que el franciscano favoreció a la iglesia en la que fue
bautizado fueron muy numerosas. Así, en el campo arquitectónico, se ocupó de
agrandar el templo mediante la construcción de dos capillas a cada lado de la
nave y un coro a los pies; asimismo, corrió con el gasto del nuevo pavimento,
erigió una nueva fachada y reconstruyó la torre. Pero la generosidad del
religioso no quedó ahí, puesto que también obsequió a la parroquia con una
serie de esculturas y retablos que enriquecieron notablemente el templo. Para
cada una de las cuatro capillas que mandó levantar costeó un retablo (todos ellos
exhiben en el ático el clásico emblema franciscano de los brazos cruzados de
Cristo y San Francisco sobre una cruz), además de las imágenes titulares de los
mismos (con la excepción del crucifijo gótico intitulado Santísimo Cristo del Consuelo, obra de hacia el año 1500) y de las
que exhiben sus áticos. Así, en los retablos se colocaron “la imagen del
Santísimo Cristo del Consuelo en el mismo sitio que ocupaba siendo ermita, en
otra la de San Antonio, en otra la de San Francisco, y en la siguiente una
pintura asombrosa de la imagen de María Santísima de Guadalupe, que hizo traer
de México”. Señala el libro de becerro antiguo que la parroquia se “fundó en su principio en ermita, por los
años de 1236 y entonces colocaron en una pequeña capilla un Cristo Crucificado
con el título del Consuelo, a quien todos los vecinos de esta Ciudad (en aquel
tiempo Villa) devotamente se encomendaban a su patrocinio por sus continuas
maravillas”. El primitivo Cristo del Consuelo debía encontrarse muy
deteriorado y a finales del siglo XV la parroquia decidió renovarlo por el que
actualmente se conserva. Quizás esta renovación se llevó a cabo con motivo de
la conversión de la ermita en parroquia en 1482. A finales del siglo XVIII o comienzos del XIX el Cristo fue retirado de su retablo y colocado en su lugar el que fuera Calvario del retablo mayor del desaparecido templo parroquial de San Miguel, obra de Gregorio Fernández.
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Cristo del Refugio o del Consuelo |
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Retablo de San Antonio de Padua |
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San Simón de Rojas |
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Retablo del Calvario (antiguo del Cristo del Consuelo) |
Por
su parte, las esculturas que presiden los áticos de los retablos son San Simón de Rojas, Santo Domingo, Santa Clara
y San Miguel. La elección de estos
santos no sería baladí puesto que de esta manera se venía a representar a las
tres grandes órdenes religiosas (Santa Clara a los franciscanos, Santo Domingo
a los dominicos y San Simón de Rojas a los trinitarios) y, además, San Miguel
sería seleccionado por cuanto fue patrón de la ciudad hasta el año 1747,
momento en el que le sustituyó en tal dignidad San Pedro Regalado. Sin lugar a
dudas las dos obras más sobresalientes de todo este conjunto sufragado por el
franciscano fueron las efigies titulares de los retablos de las capillas de los
pies: San Francisco en oración ante el
Crucifijo y la Aparición del Niño
Jesús a San Antonio de Padua. Que fray Manuel de la Vega mandara esculpir
estas dos magníficas efigies de San Francisco de Asís y San Antonio de Padua no
parece casualidad puesto que se trata de los dos santos más importantes de la
Orden Franciscana. Además, la elección del santo lisboeta estaría relacionada
con el hecho de que el religioso vallisoletano había desempeñado el cargo de
prior de los Terceros de San Antonio. Por su parte, el lienzo de la Virgen de
Guadalupe evocaría su dignidad de Comisario General de Indias.
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Retablo de la Virgen de Guadalupe |
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San Miguel |
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FELIPE ESPINABETE. San Francisco en oración ante el Crucifijo |
Por
si fuera poco, el padre De la Vega también entregó a su parroquia: “una custodia muy grande, guarnecida toda de
coral, y caja para el viático de lo mismo, dos cálices muy exquisitos, platillo
con vinajeras, y campanilla de hechura muy extraña (…), un terno de tisú, capa pluvial, y banda de
lo mismo; tres albas de Indias muy finas para el terno, seis casullas con sus
albas para de común tan buenas, como las mejoras de algunos otros templos de
esta ciudad y (…) otra casulla de
tisú sumamente especial”.
A
todo ello hemos de sumar los 26.000 reales que el franciscano envió en enero de
1785 “para hacer el órgano y terno negro
de damasco”. Tras la adquisición de ambos elementos sobraron 13.400 reales,
de los cuales 12.600 se depositaron en el Banco Nacional y los 800 restantes se
gastaron “inmediatamente en la obra más
precisa que se ofrezca en el tejado y bóvedas”. Finalmente, también se
deberá a la generosidad del padre De la Vega una preciosa Cabeza decapitada de San Juan Bautista y un Cristo Yacente. Ambas imágenes, que se instalaron en retablos
anteriores, fueron esculpidas por Felipe Espinabete (1719-1799), a quien
asimismo corresponde la referida escultura de San Francisco en oración ante el
Crucifijo.
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FELIPE ESPINABETE. Cabeza decapitada de San Juan Bautista |
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FELIPE ESPINABETE. Cristo Yacente |
Ante
la mayúscula dadivosidad demostrada por fray Manuel de la Vega para con la
parroquia en la que fue bautizado, los feligreses de la misma, reunidos en
junta el 17 de abril de 1774, acordaron agradecérselo grabando en la fachada
del templo “las armas o insignias del
mencionado patriarca San Francisco”. Eso sí, se dejaba constancia de que la
presencia del escudo de la Orden de San Francisco en la fachada era: “sólo efecto de una sincera gratitud ahora ni
en ningún tiempo sea visto que la citada fábrica o su feligresía dé ni quiera
dar ni conceder derecho alguno de patronato u otro civil, que en lo sucesivo
pueda o quiera deducirse de dicho escudo de armas o insignias ni a dicho
Reverendísimo Padre Maestro Fray Manuel de la Vega religión o comunidad de San
Francisco ni a otra comunidad ni persona particular”.
Además
de las referidas armas de la orden franciscana, en la fachada se tallaron dos
tarjetas, en una de las cuales puede leerse una inscripción conmemorativa.
Actualmente se halla muy deteriorada, sin embargo Floranes acertó a verla
completa: “Año 1776. Esta iglesia en que fue bautizado la hizo concluir el
Reverendísimo padre fray Manuel de la Vega del orden de Nuestro Padre San
Francisco de la observancia, y comisario general de Indias, a honra y gloria de
Dios y de su amado apóstol San Andrés”.
Pero,
¿quién fue exactamente este religioso? Fray Manuel de la Vega y Calvo nació en
Valladolid el 31 de diciembre de 1705, siendo sus padres Ambrosio de la Vega y
Catalina Calvo, quienes lo llevaron a bautizar a la iglesia de San Andrés el 10
de enero de 1706. Siendo joven ingresaría en el convento de San Francisco en el
que, según Agapito y Revilla, debió de ser lector de Prima. Asimismo, el
historiador vallisoletano señala que “consta
que predicó mucho y en el Salvador el día de la Virgen de agosto de 1747, en la
fundación de la cofradía de maestros de obra prima de Nuestra Señora del Buen
Suceso”. Desconocemos la fecha de su marcha al convento de San Francisco de
Madrid, cenobio desde el que desempeñó los cargos de Definidor de su religión,
en 1758, y el de Comisario General de Indias, entre 1768 y 1785, año este
último en el que falleció en el referido convento madrileño el 27 de octubre,
sucediéndole en el cargo Fray Manuel María Trujillo. Ocupó otros muchos cargos
como “lector jubilado padre de la santa provincia de Aragón, Santiago y
Terceros de San Antonio, teólogo de la Real Junta de la Purísima Concepción” y
“ex-definidor padre de esta provincia de
la Concepción”, tal y como puede leerse en el retrato que le hizo Ramón
Canedo y que se conserva en la iglesia de San Andrés. La relación con su
parroquia debió de ser siempre muy cercana ya que, por ejemplo, cuando el 11 de
septiembre de 1758 se procedió a colocar la imagen de San Severo en su “nuevo dorado altar”, él fue el encargado
de realizar la predicación. Como nota anecdótica, en los libros de acuerdos de
la parroquia se indica que a Fray Manuel se le apodaba “Chapelo”.
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RAMÓN CANEDO. Retrato del padre fray Manuel de la Vega |
Desconocemos
el motivo que llevó al franciscano a querer donar a la parroquia un grupo de
San Antonio de Padua realizado por un taller genovés –posiblemente el de
Agostino Storace– y no por el del más destacado de los ubicados en la ciudad
como era el de Espinabete y al que, como ya hemos visto, solicitó tres obras,
incluido el San Francisco de Asís frontero. Partiendo del hecho de que en
Italia tuvo que conocer un grupo de San Antonio similar que le llamara la
atención –seguramente el conservado en la iglesia de San Francisco de Rapallo
que más adelante analizaremos– y que le impulsara a encargar uno de similares
características para “su” iglesia, quizás en esta elección tuvo bastante
importancia su gusto e interés por las obras en madera policromada y por la “proximidad con los modelos escultóricos de
su nación de origen y en la frescura que imprimía la influencia ejercida por el
ámbito romano en toda la Península Itálica, lo cual contrastaba con cierto
agotamiento de los obradores españoles”. Pero no solo eso, puesto que
también en su ánimo se encontraría el deseo de obsequiar a “su” iglesia con una
pieza de exquisito valor artístico y que tenía el mérito añadido de ser
italiana, lo cual no era poco dado que la mentalidad de la época asociaba las
obras italianas a una categoría superior y perteneciente “a una cultura exquisita y magnificente”.