Desde
sus primeros tiempos el gran ducado de Toscana mantuvo una estrecha vinculación
política con la Monarquía Hispánica. Cosme de Médicis, que recibió de Pío V en
1569 el título de gran duque de Toscana, obtuvo una enorme influencia en el norte
de Italia basada en el servicio al emperador Carlos V, a cuyos intereses
estratégicos se mostró siempre leal.
Años
después, Cosme II se desposaría con María Magdalena de Austria, hermana de la
reina de España, Margarita, esposa de Felipe III. Esta relación de parentesco
entre ambas casas, además de servir para afianzar los lazos políticos y
alianzas estratégicas, generaría cierto flujo cultural y artístico hacia
España, fruto del deseo de los Médicis de agradar a los monarcas y a la corte
española.
Cosme I de Médicis |
Doña
Margarita de Austria, nacida en Graz en 1584, era la tercera hija de los
archiduques Carlos y María de Baviera. Llegada a Madrid en 1599, pronto
demostró su gran devoción religiosa e inclinación hacia la práctica de la
caridad. Fruto de ambas pulsiones fue su acción patrocinadora de nuevos
monasterios y conventos en aquellos lugares en los que la corte tuvo aposento
durante su reinado. Muy pronto y como consecuencia de la influencia que sobre
el monarca ejerció su favorito, el Duque de Lerma, se produjo el decretado
traslado de la corte desde Madrid a Valladolid, hecho público el 10 de enero de
1601. Las razones de aquella mudanza hay que buscarlas en las ambiciones
políticas e intereses económicos del valido, que conseguía a través del
aislamiento del monarca un mayor control sobre éste y una mayor autonomía en la
acción de gobierno. En el breve periodo de tiempo que duró la estancia, la
población de duplicó, la construcción experimentó una actividad frenética y sus
calles y plazas se convirtieron en el escenario de constantes celebraciones
caracterizadas por el lujo y la ostentación.
Plano antiguo de Florencia. |
Vista de Florencia |
Una
vez llegada la corte a Valladolid la reina Margarita se hizo cargo del
patronato y edificación de un nuevo monasterio para las Franciscanas Descalzas
de la ciudad. Éstas habían llegado hacia 1552 procedentes de Villalcázar de
Sirga (Palencia) a instancias de los condes de Osorno, ocupando varias casas
nobles emplazadas frente a la Real Chancillería, inmuebles que a medida que se
fueron comprando se incorporaron al monasterio. En 1595 se concertó el
patronato de los señores don Francisco Enríquez de Almansa y doña María de
Zúñiga y Velasco, los cuales asumían la obligación de construir casa, iglesia y
monasterio, así como el compromiso de aportar una renta anual de doscientos mil
maravedíes. Como contrapartida, adquirían la capilla mayor para su
enterramiento. Pese a que este acuerdo se elevó a escritura firme, la llegada
de los monarcas a Valladolid invalidó de facto el mismo al hacerse cargo los
propios reyes del patronato y construcción del monasterio. El patronazgo real
no tuvo ratificación escrita hasta 1615 pese a que doña Margarita había
fallecido en 1611.
Felipe III (Andrés López Polanco, h. 1610) |
Margarita de Austria (Andrés López Polanco, h. 1610) |
La
voluntad real así expresada facilitó que el principal arquitecto de la corte,
Francisco de Mora, fuese quien se ocupase de trazar las nuevas dependencias del
convento, su iglesia, claustro principal y estancias anexas, correspondiendo a
Diego de Praves, maestro mayor de las obras de su majestad en Castilla la
Vieja, la dirección de una empresa constructiva que en 1615 estaba lo
suficientemente adelantada como para permitir una pronta ocupación.
La
construcción se hizo mayoritariamente de ladrillo, y la piedra se reservó para
los zócalos y portada de la iglesia. El elegante claustro, de pequeñas
dimensiones, presenta dos galerías superpuestas de orden toscano con cinco
arcos por cada lado. Este nuevo monasterio debía ser amueblado y dotado
convenientemente, y en ese sentido jugarían un papel determinante los vínculos
con la ciudad de Florencia, capital del gran ducado de Toscana que incluía,
además, las localidades de Lucca, Pistoia, Prato, Arezzo, Siena y Pisa, lugares
en los que la actividad artística había jugado un destacadísimo papel en los
siglos precedentes.
Convento de las Descalzas Reales |
En
efecto, en los últimos años del siglo XVI y durante el primer decenio del XVII,
los grandes duques Fernando I y Cosme II obsequiaron a los monarcas españoles,
a sus familiares y a los principales miembros de la corte con abundantes obras
de arte y toda clase de objetos suntuarios, buscando con ello ganar el favor de
éstos hacia los intereses de la Toscana. Los florentinos recabaron incluso
información detallada acerca de la naturaleza de los objetos que serían más
adecuados en cada caso, adaptando el tipo de presente a los gustos individuales
del destinatario. Así, en 1605 el diplomático florentino Orazio Della Rena
describía en una Relazione
ultima segreta destinada al gran duque Fernando el gusto del rey Felipe III
por la caza y en consecuencia, la conveniencia de regalarle armas y otros
objetos asociados a esta práctica. Sin embargo, cuando se refiere a doña
Margarita se expresa diciendo: “Pueden mandarle a la
Reina cuadros, y pinturas de devoción de diferentes clases, pero de mano de
pintor célebre, y serán bien recibidas porque mucho le agrada adornar su Oratorio
donde ha reunido bastantes”. Esta recomendación no fue desatendida, como
pone de manifiesto el estudio de la documentación relativa a los “donativos”
efectuados por los grandes duques entre 1606 y 1610 entre los que se incluyen
pinturas de devoción y retratos de todos los grandes duques y sus esposas.
A
partir de mayo de 1610 el gran duque Cosme I y más concretamente su madre, la
archiduquesa viuda Cristina de Lorena, adquirieron más de treinta pinturas a
una veintena de artistas distintos de la escuela toscana, “para la reina de
España para un monasterio que está haciendo”. Los cuadros encargados se
ocuparon en su totalidad de temas de índole religioso, como corresponde a su
lugar de destino –las Descalzas Reales de Valladolid–, respondiendo a un programa
iconográfico trazado por la propia doña Margarita. De entre ellos, los
destinados a narrar la vida de la Virgen e infancia de Jesucristo conforman una
serie. Otro grupo se centra en el ciclo de la Pasión y el resto se dedica a la
representación de imágenes devocionales propias del discurso religioso de la
Contrarreforma: La
Sagrada Familia, Virgen con el Niño,
Ángel custodio,
La Última Cena
y diversos santos y santas vinculados a la tradición hispánica, a la Orden
Franciscana Descalza o cuyos nombres coinciden con los de los principales
actores en torno a los que se está gestando esta colección: San Felipe, Santa Margarita, Santa María Magdalena
y Santa Cristina.
Cristina de Lorena Médicis |
Entre
la fecha en la que se “ordenan” las obras y su salida hacia España,
distribuidas en tres cajas, en el verano de 1611, apenas transcurrió un año; de
ahí que para responder al apresurado encargo se “reclutase” a tan abultada como
desigual nómina de pintores: Pompeo Caccini, Giovanni Nigetti, Cosimo
Gamberucci, Manuel Todesco, Filippo Tarchiani, Simone Sacchettini, Francesco
Curradi, Michelangelo Cinganelli, Niccoló Betti, Jacopo Chimenti da Empoli,
Pietro Sorri, Bernardino Monaldi, Valerio Marucelli, Giuseppe Stiettini,
Ludovico Buti, Jacopo Ligozzi, Fabrizio Boschi, Giovanni Bilivert, Benedetto
Velli, Francesco Mati, Nicodemo Ferrucci y fray Arsenio Mascagni. La mayor
parte de ellos figuran en un documento de la Guardaroba Medicea,
fechado en mayo de 1610, en el que se recoge lo que debió de ser el encargo
inicial al que posteriormente se adicionaron algunas obras más, bien
incorporando nuevos artistas a la empresa (Todesco, Sacchettini, Monaldi,
Stiettini, Mascagni), bien incrementando el trabajo de otros (a Sorri se le
paga una Santa
Margarita pintada sin duda en honor de la reina española, a Monaldi la Santa Cristina,
santa homónima de la madre del gran duque, y a Stiettini la Santa Isabel de
Hungría). Cabe señalar también que se constata algún cambio de asignación
como el San
Francisco y la Santa
Clara, que firma Mascagni, cuando inicialmente figuran entre los que debían
realizarse en el taller de Ligozzi (en el que Mascagni había militado hasta
1591, antes de tomar los hábitos como fraile servita en Montesenario).
Estos
artistas y su producción son perfectamente representativos del ambiente
pictórico florentino de comienzos de Seicento. Florencia, que había sido la
temprana cuna del Renacimiento y el escenario en el que durante los siglos XV y
XVI se concibieron y realizaron buena parte de las principales obras maestras
del período, languidecía ahora ajena a la renovación del lenguaje artístico que
se estaba ya produciendo en otros focos. Los pintores florentinos del momento
seguían fieles a la tradición de su escuela que tiene en el dominio del dibujo
su principal recurso técnico, mostrándose poco permeables al empleo del color a
la manera de Venecia. El resultado es un estilo correcto en lo narrativo pero
escasamente expresivo y un tanto estereotipado para fechas tan avanzadas. Pocos
son los nombres que han alcanzado el reconocimiento individual, perteneciendo
el resto al inventario de los practicantes de un arte que cabría denominar “de
oficio”.
De
entre todos aquellos consignados para producir obras con destino a Valladolid,
cabe destacar a uno, Jacopo Chimenti da Empoli (1551/54-1640), formado
inicialmente en el taller de Maso da San Friano y seguidor de Bernardino
Pocetti. Chimenti evolucionó desde el severo narrativismo de éste hacia un
estilo propio resultante de la yuxtaposición del manierismo florentino y un uso
más variado del color. El resultado sorprende, pues pese a la amplitud de la
gama de colores aplicados en sus composiciones, mantiene un equilibrio
extraordinario y una sofisticada elegancia. Un buen ejemplo lo tenemos en La Última Cena
que cuelga en el refectorio del monasterio de las Descalzas Reales de
Valladolid, obra incluida en el encargo al que venimos haciendo referencia.
Esta pintura es heredera de una arraigada tradición artística tendente a la
representación de este pasaje evangélico en los refectorios conventuales
florentinos. Los “cenacoli” del siglo XV, como el de Andrea del Castagno en
Santa Apollonia o los de Ghirlandaio en Ognissanti o en San Marcos, tendrán continuidad
en la centuria posterior materializados en la obra mural de artistas como
Andrea del Sarto, que, junto con Pontormo, ejerció una notable influencia en
Jacopo Chimenti.
La Última Cena (Andrea del Castagno, Cenacolo di Sant´Apollonia) |
Fue
la propia Cristina de Lorena, interesada en mantener una relación fluida con
doña Margarita, quien asumió en primera persona la responsabilidad de complacer
a la reina ocupándose de la concertación y supervisión de las obras. Puso tanto
celo en la tarea que en junio de 1611 los cuadros estaban embalados y
dispuestos para ser embarcados en el puerto de Livorno. Las pinturas llegaron a
Madrid a finales de julio, transportadas desde Cartagena, y de allí llevadas a
El Escorial, donde se había trasladado la corte, por el embajador toscano, Orso
d´Elci. Éste informará posteriormente a Cristina de Lorena de la reacción de la
reina al contemplar las pinturas, cuya desigualdad de calidad fue objeto del
comentario de la soberana quien, no obstante, se mostró satisfecha y agradecida.
El
3 de octubre de 1611 la reina muere poco después de haber dado a luz al octavo
de sus hijos. Así, en el posterior inventario de guardajoyas de la soberana
figuran dos listados de pinturas coincidentes con las encargadas de Italia para
ser enviadas a España (la segunda de las relaciones describe el mal estado de
once de estas obras). En Madrid debieron de permanecer los cuadros hasta que en
1615 se decide por fin instalarlos en el monasterio de las Descalzas Reales de
Valladolid con motivo de una estancia de Felipe III en la ciudad durante un
viaje hasta la frontera con Francia, para entregar la mano de la infanta Ana
Mauricia a Luis XIII y recibir la de Isabel de Borbón para su hijo el príncipe
Felipe.
En
el definitivo acomodo de las pinturas en el convento jugo un papel, no
suficientemente claro, el pintor de cámara de Felipe III, Santiago Morán. Si
bien es cierto que Morán recibió diversos pagos por “hacer” ciertas
pinturas para el monasterio vallisoletano, parece más factible que su labor se
limitase a reparar los deterioros que hubieran sufrido los cuadros y ubicarlos
en el convento. Para ello debió de dotarlos de un soporte (los lienzos no
podrían haber viajado desde Italia con las pesadas tablazones sobre las que
ahora se asientan), así como de un marco adecuado a su categoría. Ocho de los
lienzos, los dedicados a la vida de la Virgen, se incorporaron al retablo mayor
del templo conventual, y otros dos (San Francisco y Santa Clara) a
sendos retablos laterales en los que Morán debió de pintar los pequeños cuadros
de los remates (San
Onofre y San
Antonio de Padua). El ensamblador de los tres retablos fue Juan de
Muniátegui y excepto por el Calvario del ático, obra de Gregorio Fernández, la
sola presencia de la pintura como soporte narrativo, a la usanza madrileña,
subraya la vinculación de la monarquía en la empresa.
Retablo mayor y colaterales del Convento de las Descalzas Reales (Valladolid) |
El
resto de los lienzos fueron ubicados en distintos lugares del monasterio y allí
se han mantenido, con distinta fortuna, hasta nuestros días:
- Pompeo Caccini: La Oración en el Huerto, Ángel custodio.
- Giovanni Nigetti: Ecce Homo, La Flagelación.
- Cosimo Gamberucci: La Coronación de Espinas.
- Manuel Todesco: San Jerónimo.
- Filippo Tarchiani: El Prendimiento, Primer escarnio de Jesús o Cristo de los Improperios.
- Simone Sacchettini: San Antón, San Buenaventura.
- Francesco Curradi: La predicación de San Juan Bautista, La Sagrada Familia.
- Michelangelo Cinganelli: Martirio de San Felipe.
- Niccoló Betti: Santa Coleta, San Diego de Alcalá.
- Jacopo Chimenti da Empoli: La Última Cena.
- Pietro Sorri: San Francisco y Santo Domingo, San Juan Evangelista escribiendo el Apocalipsis, Santa Margarita.
- Bernardino Monaldi: Santa Cristina.
- Valerio Marucelli: Santa María Magdalena en éxtasis.
- Giuseppe Stielttini: Santa Isabel de Hungría.
LA
ÚLTIMA CENA (1611)
Jacopo
Chimenti (Florencia, 1551-1640). Óleo sobre lienzo,
195,5 x 532 cm.
La
escena se representa en un escenario humilde, donde sólo los cortinajes dan
sensación de riqueza a la vez que sirven para otorgar espacialidad y enmarcar
el espacio en que los personajes interactúan. Los apóstoles se agrupan en los
cuatro lados de la mesa, alrededor de Jesús, que ocupa el lugar central.
El
artista ha puesto el acento en el anuncio de la traición, poniendo ante los
ojos del espectador el ambiente de trágica emoción que se respira en ese primer
episodio que anticipa la Pasión y que lleva a los discípulos a reaccionar de
forma diferente ante las palabras del Maestro. Destaca Judas, sentado de
espaldas, carente de espaldas, carente de nimbo, con la bolsa de monedas sujeta
en el cinturón, y señalando el pan que lo delatará como traidor, en clara
alusión a los evangelios de Mateo y Lucas.
El
original, pintado en 1610 por Jacopo da Empoli, fue modificado al llegar a
España, poniendo énfasis en el momento de la institución de la Eucaristía. Para
ello se sustituye el pan, que reposaba sobre una bandeja en el original, por el
cáliz y la hostia, y se añade el rótulo: “Alabado sea el S(antísimo)
S(acramento)”.
Fue
después del Concilio de Trento, y en particular en España, donde el tema
adquirió un gran empuje, gracias al movimiento contrarreformista que combatió a
los protestantes glorificando los sacramentos. A partir de ese momento, la
fórmula utilizada inicialmente por Da Empoli, que enfatizaba el anuncio de la
traición, se sustituye invariablemente por la consagración del pan y el vino.
LA
ORACIÓN EN EL HUERTO (1611)
Pompeo
Caccini (Florencia, 1577 – d.1624). Óleo sobre lienzo, 244 x 169 cm.
Representa
el pasaje narrado por San Lucas (22, 39-46) en que Jesús se retira para orar al
Huerto de Getsemaní, en el Monte de los Olivos, y es confortado por un ángel. En
primer término, yacen dormidos los tres apóstoles que acompañaron a Jesús:
Pedro, que sujeta la espada que luego será determinante en el episodio del
desorejamiento de Malco, Juan y Santiago. Siguiendo al pie de la letra el
relato evangélico, Cristo, arrodillado y con las manos juntas en señal de
humilde aceptación, contempla la aparición del ángel que le muestra la Cruz de
la Pasión. A lo lejos, se divisa la comitiva que, precedida por Judas, acude a
prenderlo. La luna, semioculta por un grupo de nubes, contribuye a dar tensión
emotiva a la escena.
Este
tema iconográfico fue representado muy frecuentemente, con especial reiteración
en las estampas que se difunden durante el Renacimiento e inicios del Barroco,
como las composiciones de Alberto Durero, Crispín van den Broeck, Cornelis
Cort, Hieronimus Wierix, etc. La ordenación en diagonal de las figuras
centrales de la composición y el uso de la luz son propios del arte barroco.
EL
PRENDIMIENTO (1611)
Filippo
Tarchiani (Castello, 1576-Florencia, 1645). Óleo sobre lienzo, 244 x 169 cm.
Representa
el momento en que Judas besa a Jesús como señal para el grupo armado encargado
de apresarlo, evitando con ello la posible confusión con Santiago el Menor, con
el que el Maestro tenía un gran parecido. Tras la figura de Jesús, los soldados
portan picas y chuzos. Uno de ellos le sujeta el brazo con gesto compungido,
mientras un farol sostenido según la tradición por Hedroit, el herrero que
forjaría los clavos de la crucifixión, ilumina teatralmente la escena.
Al
fondo, Jerusalén, y en primer término el episodio paralelo en que San Pedro
corta la oreja a Malco, el criado del pontífice, contraponiendo de forma muy
visual la mansedumbre de Cristo a la agresividad del discípulo. El uso de juego
tenebrista de luces y el gesto de Malco, remiten directamente al conocimiento
por parte del autor de la Conversión de Saulo
(1601-1602) de Caravaggio.
PRIMER
ESCARNIO DE JESÚS o CRISTO DE LOS IMPROPERIOS (1611)
Filippo
Tarchiani (Castello, 1576-Florencia, 1645). Óleo sobre lienzo, 244 x 169 cm.
Representa
una escena poco frecuente en la iconografía pasionaria. La acción forma parte
del proceso religioso de Jesús. Se desarrolla después de la comparecencia ante
Caifás o incluso antes del juicio del sanedrín, cuando, según los evangelios de
Mateo (26, 67), Marcos (14, 65) y Lucas (22, 63), Jesús es abofeteado y
escarnecido por los judíos que ante su ceguera se mofan diciéndole: “Profetiza,
¿quién fue quien te hirió?”.
Cristo
tiene los ojos vendados y las manos atadas, mientras es increpado por sus
verdugos, lo que diferencia este episodio del segundo escarnio, que forma ya
parte del proceso político y está centrado en la coronación de espinas. La
serena belleza de Jesús contrasta con la rudeza de sus verdugos. El empaque de
los soldados, sobre todo el que está en primer término, con su reluciente
coraza, dotado de una fisionomía propia del retrato, y la sobriedad espacial,
contribuyen a dotar el cuadro de gran monumentalidad, convirtiéndolo en uno de
los más destacados de la serie.
LA
FLAGELACIÓN (1611)
Giovanni
Nigetti (Florencia, c.1573-1652). Óleo sobre lienzo, 244 x 169 cm.
El
desarrollo del tema de la Flagelación se debe fundamentalmente a la imaginación
de la devoción popular, ya que aunque los cuatro evangelistas mencionan el
castigo ninguno de ellos señala en ningún caso que fue atado a una columna. A
la difusión del tema contribuyen en gran medida la serie de grabados realizados
por distintos maestros, como Albrecht Altdorfer, Hans Bol, Giovanni Battista
Franco, Gerard y Pieter de Jode, o el propio Alberto Durero.
El
episodio tiene lugar durante el proceso político de Jesús, cuando Pilato,
reticente a castigar a Jesús pues no encontraba razones para ello, a fin de
contentar a la plebe lo hace azotar tras haber propuesto a Barrabás para ocupar
su lugar en la crucifixión. Como reminiscencia de la iconografía medieval,
Jesús está atado a una columna alta, en lugar de la columna baja que
predominará desde los inicios del Barroco. Así, Jesús, en pie, abraza la
columna, mostrando su espalda castigada por los golpes que con los flagelos le
asestan dos verdugos de aspecto fiero y agresivo. Curiosamente, y lejos de la
iconografía habitual del tema, en el fondo se disponen algunos personajes que
contemplan el castigo.
LA
CORONACIÓN DE ESPINAS (1610)
Cosimo
Gamberucci (Florencia, h. 1560-1621). Óleo sobre lienzo, 244 x 169 cm.
Después
de la Flagelación ordenaba por Pilato, Jesús es escarnecido por segunda vez, en
este caso por manos de una soldadesca recia y desenfrenada. El episodio está
reflejado en tres de los evangelios sinópticos: Mateo (27, 27-30), Marcos (15,
17-20) y Juan (19, 2). La respuesta afirmativa de Jesús a la pregunta: “¿Eres
tú el rey de los judíos?”, da pie a los soldados a la mofa más brutal,
convirtiéndolo en un rey del carnaval. Lo visten con púrpura, ciñen su cabeza
con una corona de espinas y ponen en sus manos una caña a modo de cetro,
mientras doblando la rodilla ante Él se burlan diciendo: “Salve, rey de los
judíos”.
Destaca
el contraste entre la crueldad que anima a los soldados y la serenidad de Jesús
que admite el castigo con evidente resignación. Ciertos detalles del suplicio
son deuda de los autos sacramentales, al igual que los gestos grotescos de
burla y muecas cuyo origen puede rastrearse en la mímica de los actores que
representaban los Misterios de la Pasión, como el soldado que en primer término
saca la lengua mientras con su mano hace el gesto obsceno de la higa. Tal vez,
ahí encontremos también la explicación al tocado que cubre la cabeza de uno de
los verdugos, totalmente anacrónico, propio de la indumentaria de la época.
ECCE HOMO (1611)
Giovanni
Nigetti (Florencia, h.1573-1652). Óleo sobre lienzo, 244 x 169 cm.
Cristo,
tras la coronación de espinas, es presentado por Pilato a la multitud que se
había reunido frente al pretorio, diciendo: “Ahí tenéis al hombre” (Ecce Homo),
a lo que la multitud exaltada gritaba pidiendo su muerte. El tema, reflejado
únicamente en el Evangelio de San Juan (19, 4-6), se difundió en el siglo XV,
al final de la Edad Media, persistiendo con fuerza hasta alcanzar grandes dosis
de patetismo en el Barroco.
Jesús,
vestido con la clámide, coronado de espinas y sujetando entre sus manos atadas
el cetro de caña, se presenta asomado a una terraza, donde Pilato, barbado, lo
muestra al pueblo, ofreciendo su libertad. El pueblo, gesticulante, se lleva a
las manos a la cabeza y señala entre aspavientos al reo para que lo vean los
más pequeños, mientras gritan “¡Crucifícale!”, como el soldado que está de
espaldas en primer término, que con sus dedos hace la señal de la cruz.
SANTA
COLETA (1610)
Niccoló
Betti (Florencia, doc. de 1571-1607). Óleo sobre lienzo, 237 x 164 cm.
Inscripción: “SA COLLETTA”
Vestida
con el hábito de clarisa, Santa Coleta (1380-1447) sujeta en sus manos un
crucifijo como único atributo. Sus ojos bajos se centran serenamente en la
imagen del crucificado, tal vez en alusión a sus propias palabras: “Mis ojos
los he llenado con Jesús, sobre quien los he fijado a la hora de la Elevación
de la Hostia durante la misa, y no deseo reemplazarlo por ninguna otra imagen”.
No
obstante, será la inscripción localizada en el margen inferior derecho la que
identifique a la santa con “la pequeña sierva de Nuestro Señor” que, desde el
convento de clausura adosado a la iglesia de San Étienne de Corbie, se
convirtió en la reformadora de la orden de Santa Clara. Aunque su culto está
aprobado a partir de finales del siglo XV, no fue beatificada hasta 1623 y
canonizada hasta 1807, trescientos sesenta años después de su muerte. Se la
considera patrona de la orden de las clarisas.
SAN
DIEGO DE ALCALÁ (1610)
Niccolò
Betti (Florencia, doc. de 1571-1607). Óleo sobre lienzo, 250 x 210 cm.
Representa
el milagro más popular del santo. A pesar de la prohibición de su superior,
distribuía el pan del convento entre los pobres. Siendo sorprendido mientras lo
hacía, sólo encontraron rosas en el delantal de su hábito. El milagro es
idéntico al que se atribuye también a otro miembro de la orden, la reina monja
Isabel de Hungría.
La
devoción del rey Felipe II por el santo viene dada por el hecho de que a él se
le atribuye en 1562 la curación del príncipe Carlos, hermano mayor de Felipe
III. Fue el único santo canonizado a lo largo del siglo XV, ya en las
postrimerías de la centuria, por el papa Sixto V.
SAN
FRANCISCO Y SANTO DOMINGO (1610)
Pietro
Sorri (San Gusmè, 1556-Siena, 1622). Óleo sobre lienzo, 235 x 146 cm.
Representa
el abrazo de Santo Domingo y San Francisco ante la Virgen que, con el Niño en
brazos, les muestra los atributos de la Pasión y la santidad entre un coro
angélico. La Virgen, que se había aparecido en un sueño a Santo Domingo, había
dicho a su Hijo que él y San Francisco harían reina en el mundo las virtudes de
la pobreza, la obediencia y la castidad. Al día siguiente, Santo Domingo, que
aún no conocía a San Francisco, lo reconoció en la basílica, corrió hacia él,
lo abrazó y le dijo: “Eres mi compañero. Unámonos y ningún adversario podrá
contra nosotros”.
La
pintura está realizada de forma realista y espiritual a la vez, insistiendo en
elementos naturalistas como la expresividad de los rostros, las texturas de los
sayales y el sombreado intenso que da carácter a los personajes. Para la figura
de San Francisco utiliza el modelo impuesto por la Contrarreforma: un santo
ascético, demacrado, muy alejado de la imagen del “poverello” sonriente y
amable que se popularizó en el medievo.
SANTA
ISABEL DE HUNGRÍA (1610)
Giuseppe
Stiettini (Pisa y Florencia, doc. de 1605-1617). Óleo sobre lienzo, 237 x 164
cm.
Representa
a Santa Isabel de Hungría, que, con el hábito franciscano, se incorpora en su
lecho de muerte para ser recibida por Cristo y la Virgen que, desde una gloria
en el ángulo superior izquierdo, acompañan a San Pedro, que porta las llaves
con que abrirá las puertas del cielo a la santa. Aunque no aparece la triple
corona con que habitualmente se la identifica, la lujosa ornamentación de la
celda y los jarros o jofainas de agua que reposan en el suelo suelen ser su
atributo más común en referencia a su elevada posición social y a la caridad
que practicaba con los más pobres.
La
escena representada es narrada en la Leyenda Dorada,
donde se cuenta cómo estando la santa en su lecho, a punto de morir, vio ante
ella un diablo al que dijo por tres veces: “Huye”. Momentos después, llegada la
medianoche, expiró.
Digno
de mención es el repinte llevado a cabo en el lateral izquierdo del cuadro,
donde con unas pinceladas groseras, que contrastan con la finura de ejecución
de las jarritas que con un levísimo sistema de veladuras están representadas
sobre la mesa, se repintó el jarrón que contiene un gran ramo de flores, entre
las que destaca un enorme clavel que incide directamente sobre el sexo del
diablo, como medio para adecuar la pintura a les estrictas normas de decoro
impuestas por Trento.
La
presencia de Santa Isabel en la serie, además de estar plenamente justificada
por su pertenencia a la orden, queda vinculada de forma especial a la fundación
de los Austrias, ya que es la patrona de algunas mujeres importantes de la
familia real española: Isabel de Portugal, Isabel de Valois y, por supuesto, la
hermana de Felipe III, doña Isabel Clara Eugenia.
SANTA
MARÍA MAGDALENA EN ÉXTASIS (1610)
Valerio
Marucelli (Florencia, 1563-1626). Óleo sobre lienzo, 200 x 139 cm.
La
elección del tema, con Santa Magdalena penitente como protagonista, se debe al
hecho de que es la patrona de María Magdalena de Austria, hermana de la reina
doña Margarita, reflejo de la política de agasajo que está presente en todas
las cortes europeas del momento. El artista ha elegido para la representación
el momento de uno de los siete raptos diarios en que los ángeles llevaban a
Santa María Magdalena penitente desde el desierto al Paraíso para que pudiera
escuchar los coros celestiales. El tema llegó a ser muy popular a partir de la
Contrarreforma, interesada en la difusión de éxtasis místicos.
La
santa, recluida en una gruta cerca de Vézelay, es representada en todo su
esplendor. Su belleza y su rica vestimenta hacen hincapié en su vida anterior.
A sus pies, los característicos atributos de la santa: el tarro de perfumes con
que ungió los pies a Jesús durante el banquete en casa de Simón y que llevaría
más tarde al Santo Sepulcro, un crucifijo, unas ramas florecidas con espinas
para meditar sobre la Pasión del Redentor, una calavera a modo de recordatorio
de lo efímero de la vida y un libro abierto en que se leen las palabras del
salmo 129, capítulo 148, que tanta relación tiene con los ideales franciscanos.
Al fondo, un paisaje delicado y detallado propio de la pintura flamenca.
MARTIRIO
DE SAN FELIPE (1611)
Michelangelo
Cinganelli (Settignano, h.1558 – Florencia, 1635). Óleo sobre lienzo, 200 x 140
cm.
Se
trata de San Felipe apóstol, patrono de Felipe III y de su padre Felipe II. Se
representa el momento de su martirio, a punto de recibir la palma y la corona
de santidad de la mano de un angelote que sobrevuela la escena sobre una nube.
El
tormento tiene lugar en medio de la plaza ante la atenta mirada de la
muchedumbre y la soldadesca en primer término. Uno de los soldados mira de
frente al espectador introduciéndolo en la escena, un recurso muy propio del
barroco. En lo alto, sobre un pedestal, hay una escultura broncínea que parece
rota, lo cual aludiría al episodio en que los paganos quisieron obligar al
santo a adorar una estatua de Marte, pero del pedestal de aquélla salió un
dragón que asfixió al hijo del rey, infectando el aire con su aliento
envenenado. La concurrencia, asustada, habría pedido el auxilio de San Felipe,
que exorcizó al dragón y resucitó a sus víctimas, pidiendo a cambio que se
destruyera la estatua para colocar el signo de la cruz en su lugar.
SANTA
MARGARITA (1610)
Pietro
Sorri (San Gusmè, 1556 – Siena, 1622). Óleo sobre lienzo, 210 x 124 cm.
Es
Margarita de Antioquía, patrona de doña Margarita de Austria-Estiria, esposa de
Felipe III y mecenas de esta importantísima colección de arte italiano para su
fundación en el convento de las Descalzas Reales de Valladolid.
En
primer término, la santa, ricamente vestida con un manto orlado de perlas –no
en vano su nombre en latín significa “perla”–, se nos muestra de acuerdo con su
iconografía más habitual. De pie, con expresión arrobada, sostiene en la mano
el crucifijo que sirvió a la joven para dar muerte a Satán, que en forma de
dragón intentó tragarla. Es por ello por lo que el diablo es hollado por el pie
de Margarita, mientras a su lado, en el suelo, reposa el cadáver del dragón.
En
segundo término, tal y como se especificaba en el encargo hecho a Pietro Sorri,
se representa el martirio de la santa, que murió decapitada tras un sinfín de
terribles suplicios. El paisaje del fondo, con arquitecturas desvaídas, está
poblado por una gran muchedumbre que asiste al tormento, mientras en lo alto se
abre una gloria para entregar a Margarita la corona y la palma del martirio.
SANTA
CRISTINA (1610)
Bernardino
Monaldi (doc. 1588-1619). Óleo sobre lienzo, 246 x 162 cm.
Este
lienzo, pudo ser añadido al encargo original como homenaje personal de Cristina
de Lorena, madre de Cosme II, a Margarita de Austria. La santa, dotada de gran
monumentalidad, lleva ricas vestiduras y va adornada con valiosos camafeos, uno
para sujetar el manto y otro en su cabeza, aludiendo a su posición social. En
la mano lleva los instrumentos del martirio, las fechas, y a sus pies reposa la
rueda de piedra a la que fue atada como parte del tormento. En su mano
izquierda lleva la palma del martirio. El lienzo está firmado y fechado en el
margen inferior izquierdo, sobre la rueda. Antes de la restauración era
identificada como Santa Apolonia.
LA
PREDICACIÓN DE SAN JUAN BAUTISTA (1611)
Francesco
Curradi (Florencia, 1570-1661)
San
Juan predica desde lo alto de un improvisado púlpito sobre una roca. Viste el
típico sayo de piel de camello y en su mano izquierda porta una larga cruz de
cañas, mientras con su mano derecha señala en actitud de diálogo a uno de los
personajes con quien mantiene una conversación. Los
personajes que rodean al santo visten de forma anacrónica, llevando la
indumentaria propia del momento en que el cuadro fue pintado. En función de sus
vestiduras, se adivina su alta condición social. La prédica no tiene lugar en
el desierto, pudiendo identificarse el tema con el Sermón en el bosque, que se
hace corresponder con el Sermón de la montaña del Mesías.
Al
fondo, Jesús y sus discípulos parecen dirigirse al encuentro del precursor,
quedando encuadrado el grupo por los dedos índice de los dos personajes que
hablan en primer término. Estaríamos delante de un anticipo de tema
iconográfico del saludo de Juan al Mesías, que tiene lugar cuando, mientras
Juan bautiza al pueblo, ve venir a lo lejos a Jesús y lo saluda diciendo: “He aquí al Cordero de
Dios que quita los pecados del mundo”. Los
lados superiores del lienzo fueron recortados para ajustarlo a la hornacina que
lo acoge en el convento, de acuerdo con la práctica habitual durante el
Renacimiento y el Barroco de acomodar el formato de los cuadros al lugar
expresivo.
SAN
JUAN EVANGELISTA ESCRIBIENDO EL APOCALIPSIS (1610)
Pietro
Sorri (San Gusmè, 1556 – Siena, 1622). Óleo sobre lienzo, 255 x 140 cm.
San
Juan, representado durante su destierro en la isla de Patmos y acompañado
únicamente por el águila, escribe el libro del Apocalipsis. En
los cielos, las imágenes apocalípticas más frecuentes: la mujer revestida de
sol, con la luna bajo sus pies y en la cabeza una corona de doce estrellas, que
aparece por primera vez en el suelo de José. Esta mujer, que algunos
identifican con la Virgen María, y otros con el pueblo de Dios antes del
nacimiento de Jesús y que representaría por tanto a Israel fiel, aparece en el
Apocalipsis como la que engendra al Niño que el dragón quiere combatir. Sobre
ella el dragón de siete cabezas coronadas identificado como Satán.
En
lo alto, se abre el cielo de donde emerge Dios Padre para acoger al Niño que
acaba de nacer, dotando de grandes alas a la madre para que pueda huir a
refugiarse en el desierto. Esta
iconografía, muy frecuente sobre todo en Francia y en España cobra un
extraordinario auge y una nueva dimensión a partir del siglo XV gracias a la
divulgación de las xilografías publicadas en 1498 por Alberto Durero.
SAN
ANTÓN (1611)
Simone
Sacchettini (Florencia, doc. 1610-1624). Óleo sobre lienzo, 237 x 166 cm.
La
leyenda de San Antonio Abad (San Antón), patriarca de los cenobitas de la
Tebaida, se hizo popular en el siglo XIII por la Leyenda Dorada. Se
le representa de pie, anciano, vistiendo el sayal con capucha propio de los monjes
de su orden y sujetando el libro de la regla de los antonitas. Sus atributos
más habituales yacen a sus pies, la esquila y lo que parece el bastón acabado
en tau. Al fondo, la humilde cabaña que sirve de vivienda al anciano ermitaño. La inclusión del santo en esta serie podría
venir dada por el tremendo auge que experimenta su devoción en los momentos en
que la peste asoma Europa, ya que es el patrón contra las enfermedades
infecciosas.
SAN
BUENAVENTURA (1611)
Simone
Sacchettini (Florencia, doc. 1610-1624). Óleo sobre lienzo, 250 x 168 cm.
San
Buenaventura es considerado el mayor teólogo y el “segundo fundador” de la
orden franciscana. Su relevancia y su vinculación a San Francisco le valieron
el sobrenombre de “Doctor Seráfico”. A él debemos los escritos sobre San
Francisco que inspiraron a numerosos artistas. Su tardía canonización, en 1482
hace que su iconografía no sea muy abundante hasta el siglo XVI. Los
franciscanos lo hicieron representar con rostro imberbe, pero los capuchinos
acostumbraron a efigiarlo con una larga barba.
Tal
vez esté en esta doble visión iconográfica del santo el origen del cambio
radical sufrido por la imagen, que en un momento indeterminado fue cubierta con
un burdo repinte que pretendía avejentar sus rasgos faciales, aunque también
pueda deberse a un intento por insistir en los ideales de ascetismo y
penitencia emanados de los dictámenes tridentinos. Viste de cardenal, con
roquete, muceta y bonete.
SAN
JERÓNIMO (1611)
Manuel
Tudesco (doc. 1610-1611). Óleo sobre lienzo, 237 x 166 cm.
La
fuente principal de su iconografía es la compilación de Giovanni d´Andrea que
en su Hieronymianus
impreso en Basilea en 1516 reunió todos los textos relativos a este Doctor de
la Iglesia.
Se
representa a San Jerónimo penitente, en el desierto. Arrodillado, semidesnudo,
lee apasionadamente el libro que descansa en la roca, mientras con su mano
sostiene la piedra que emplea para golpearse. Aunque nunca fue cardenal, pues
simplemente ejerció funciones de secretario del papa Dámaso, en el suelo, a sus
pies, reposa el capelo cardenalicio que se le concedió como atributo a partir
del siglo XIV tras la publicación del Hieronymianus. Para
indicar que es un estudioso, sobre la roca podemos ver unos anacrónicos
quevedos, instrumento óptico inventado más de ocho siglos después de su muerte,
pero convertido en elemento habitual de su iconografía a partir del siglo XV.
LA
SAGRADA FAMILIA o DOBLE TRINIDAD (1611)
Francesco
Curradi (Florencia 1570-1661). Óleo sobre lienzo, 200 x 139 cm.
La
iconografía de la Sagrada Familia se convierte en este caso en un símbolo
trinitario. San José, que porta la vara florecida, representa la imagen de Dios
Padre y la Virgen sustituye al Espíritu Santo. Ambos miran arrobados al joven
Jesús, convertido el grupo en una Trinidad terrestre (Trías humana) que tiene
su paralelismo en el cielo con la aparición del Padre y el Espíritu Santo que,
convertidos en protectores de la Sagrada Familia, vienen a completar el
simbolismo. El
tema sólo se difundió en el arte de la Contrarreforma, que estimuló el culto de
la Trías humana, o lo que también se da en llamar Trinidad jesuítica.
ÁNGEL
CUSTODIO (1611)
Pompeo
Caccini (Florencia 1577- doc. h. 1624). Óleo sobre lienzo, 196 x 138 cm.
Firmado “PONPEVS CACCINIVS DE / URBF F 1611”.
El
culto al santo ángel de la guardia surgió en Rodez (Francia) en los primeros
años del siglo XVI, beneficiado por la defensa ejercida por la Iglesia católica
contrarreformista frente a los ataques protestantes. El ángel custodio es un
tema que goza de amplia popularidad a finales del siglo XVI y sobre todo en el
primer tercio del siglo XVII, amparado especialmente por la Compañía de Jesús
que contribuirá enormemente a su difusión.
El
ángel, acompañado por un infante, le muestra el camino de vuelta, pero le
indicará un camino pedregoso, el sendero de la religión, marcado simbólicamente
por un camino de cruces que se divisan a lo lejos. La gran calidad de la
pintura queda manifiesta en los detalles de los rostros y los ropajes,
advirtiéndose ecos de manierismo florentino tanto en las actitudes como en el
uso del color.
BIBLIOGRAFÍA
En texto está extraído totalmente de VV.AA.: El legado de la Toscana: Descalzas Reales
[Exposición], Fundación del Patrimonio Histórico de Castilla y León, Madrid,
2007.