En esta nueva entrada
voy a hablar de una de mis obras preferidas: el retablo mayor de la iglesia de
San Pelayo de Olivares de Duero. Esta gigantesca máquina es sin lugar a dudas
la obra cumbre del Renacimiento pictórico de la provincia de Valladolid, de
Castilla y León y posiblemente también de toda España. El hecho de que un
retablo tan valioso figure en esta iglesia parroquial hace pensar en un
probable patrocinador. Alguien tiene que haber aportado los importantes
recursos económicos y a la vez dispone de información de artistas tan
relevantes. No obstante no figuran escudos en el retrato ni en el ámbito de la
capilla. Debe apuntarse sin embargo que en las inmediaciones de Olivares se
hallaba la finca de recreo de La Quemada, que pertenecía a la Corona a
comienzos del siglo XVII. No sabemos en qué momento la adquiere, pero sin duda
tendría aureola suficiente para justificar su entrada en el patrimonio real.
LA TRAZA ARQUITECTÓNICA
El gran retablo posee
forma de tríptico, para adaptarse a los paños poligonales del ábside gótico de
la iglesia. Consta de banco con basamento de talla, y pinturas sobre tabla
encima; tres cuerpos, y un movido ático organizado a la manera lombardo-veneciana,
con tres arcos semicirculares que rematan los tres paños correspondientes del
retablo. La organización se realiza mediante siete calles. Todas van ocupadas
con tablas pintadas, a excepción de la central, destinada a escultura, que se
organiza independientemente. Se completa los contrafuertes laterales con unos
guardapolvos decorados con colgantes de frutas y armas.
En el retablo existen
dos tipos de apoyos. Columnas agrutescadas con labores a candelieri en los dos
primeros cuerpos. Se utilizan capiteles en posición transversal, como
dispuestos para ampliar la perspectiva. Ante la escasez de la utilización de
este sistema en los retablos del momento, hay que ver en ello un sello personal
del ensamblador. En el banco, calles extremas y en el último cuerpo, se
utilizan balaustres, que presentan adelgazamiento en la basa y en el capitel.
Su forma es idéntica a la que aparece en un grabado de “Las Medidas del Romano”, de Diego de Sagredo.
El retablo hace gala de
una talla preciosista en banco, frisos, chambranas, ático, guardapolvos. Los
frisos tienen cabezas de serafines, a excepción de los del segundo cuerpo, con
medallones de cabezas, guardados a los lados por grutescos, sirenas, centauros,
etc. El basamento de talla del banco tiene bustos de santas mártires dentro de
láureas con niños y grutescos en torno. Las chambranas que rematan en tablas
pintadas, tienen labores de roleos, grutescos, delfines y fruteros. Las
hornacinas para las esculturas de la calle central tienen también su decoración
de bustos de niños dentro de láureas, pilastras agrutescadas y vidrieras para
los fondos. El sagrario se desplaza al lado del Evangelio del banco para no
estorbar la contemplación de las tablas pintadas situadas en el centro del
mismo. En los medios puntos del remate, la moldura se decora con cabezas de
serafines y una gran crestería con una cinta de laurel, eses y flameros
alternantes.
La traza del retablo es
una característica organización plateresca por su distribución y división en
numerosos encasamentos. Se puede fechar en la tercera década del siglo XVI.
Así, sus columnas abalaustradas son similares a las descritas en las “Las Medidas del Romano” de Sagredo
(1526), pero que podían ser conocidas en fecha anterior por los autores del
retablo, relacionados con la escuela burgalesa, en donde se gestó la obra de
Sagredo e, incluso, por su conocimiento de las ilustraciones del citado Fra
Giocondo. Columnas de este tipo se utilizan en el cuerpo superior del retablo de la Mejorada de Olmedo (Museo
Nacional de Escultura), que terminaba Berruguete en 1526. Los motivos de eses y
flameros se utilizan en el remate del retablo
mayor de la Catedral de Palencia, que serían fruto de la segunda o tercera
adición del mismo, ejecutados también hacia el mismo momento. Asimismo,
aparecen en el citado retablo de la Mejorada. Por lo tanto, el retablo se puede
fechar entre 1520 y 1526, fecha que coinciden con el estilo de sus pinturas y
escultura.
El ensamblaje del
retablo es obra de Pedro de Guadalupe, debido a que su nombre aparece en la parte
posterior del retablo, en donde en algunos de sus frisos aparecen las palabras
“de guadalupe” y “de anpanya”. El significado de la segunda “firma” no está
claro, aunque puede hacer relación a un colaborador de Guadalupe.
LA ESCULTURA
En la escultura del
retablo encontramos dos estilos claramente diferenciados, los cuales hacen
referencia a las dos tendencias que dominan la escultura castellana en la
primera mitad del siglo. Por un lado, la burgalesa, predominante en el primer
tercio; por otro lado, la vallisoletana, incipiente aún en el momento, pero
llamada a dominar el panorama artístico en el segundo tercio.
El primer estilo lo
encontramos en las esculturas de San
Pelayo (1,70 m.) y la Asunción
(1,75 m.), cuyo estilo deriva de los tipos bigarnistas. El primero viste manto
enrollado en el cuerpo, con pliegues formando profundas oquedades con
circunvoluciones. El cinturón que cae en diagonal por el pecho desde el hombro
derecho, sujeta la vaina de la espada, la cual blande en la mano derecha. Se
toca con gorra a la usanza del siglo XVI, la cual se ornamenta a ambos lados
con una medalla de la Virgen con el Niño, en el trono. Se inspirará en algún
modelo orfebrístico. A los pies, en postura muy forzada, se encuentra la
vencida figura de un sarraceno, alusiva a Abderramán III, que ordenó su muerte.
Aquí, el escultor cargó el acento en lo grotesco y deforme, para contrastar su
expresión con el digno santo. La escultura peca de fría, además de notarse que
fue ejecutada para ser vista de lejos, puesto que el rostro es inexpresivo.
La Asunción es de mayor calidad, aunque de la misma mano. No está
tallada por su parte posterior, puesto que iba a ser destinada a la hornacina
de encuadre. Se apoya en la media luna y un serafín y la rodean seis ángeles,
de los cuales los dos superiores la coronan. Todos ellos son de bella factura,
con estilo similar a los de los frisos del retablo. Sin embargo, la mayor
riqueza de la talla ornamental indica la decisión de dar a la imagen mayor
realce estético y también de crear un interesante esquema iconográfico.
Toda la orla del manto
lleva una preciosista labor de pedrería y temas vegetales labrados en la
madera. Muy interesante es la decoración de treinta medallones que se
encuentran en el frente del manto y en la parte superior de la túnica. Están
ejecutados en cuero policromado y pegados a la escultura. Los veintinueve del
manto siguen cuatro tipos distintos, basados cada uno de ellos en el mismo
modelo, aunque la pintura intenta individualizarlos, cambiando ligeramente
aspectos fisionómicos o detalles de la indumentaria. Un primero tipo sigue un
modelo quattrocentista italiano, retratado de perfil y mirando hacia la
derecha, según un estilo muy relacionado con medallas de Pisanello o de algún
discípulo suyo. Un segundo tipo, también de perfil y orientado en la misma
dirección se inspira en la imagen de un santo barbudo, con nimbo, que viste
túnica cogida por un broche en el hombro. El tercer tipo representa un
personaje oriental, vestido a la manera turca, con turbante y barba. La
obesidad del personaje plantea la posibilidad de que se inspire en un grabado
basado en el conocido retrato del sultán Mohamed II, realizado por Gentile Bellini.
El cuarto es un tipo que representa a un joven, casi adolescente, rapado, con
melena corta, cogida con una corona de laurel anudada a la nuca. Este medallón
es una réplica exacta del anverso de una medalla que representa al emperador
Caracalla atribuida al veneciano Giovanni Boldú (activo entre 1454 y 1475).
Se ha tenido en cuenta
el ideal renacentista de simetría y así los dos últimos tipos miran hacia la
izquierda para afrontarse a los dos primeros. Todos llevan inscripciones,
algunas ilegibles por haberse desgastado, que permiten identificar a la
mayoría. Se advierte así que se trata de los antepasados de Cristo, formando
una versión simplificada del Árbol de Jessé. De arriba abajo y de izquierda a
derecha se representa a Naasón, Abraham, Abiá, Isaac, Asá, Joram, Jesé,
ilegible, Ozías, David, Farés, Josafat, Manasés, Zorobadel, Salatiel, ilegible,
Eleazar, Ajaz, Esrom, Aram, Jacob, ilegible, Jeconías, Ioram, Sadoc, José,
Abiud, Eliud y Obed. Se advierte que Joram se repite dos veces, quizá por una
confusión de uno de ellos con Joatham.
Sobre el pecho de la
Virgen, hay otro medallón que representa a Carlos V. De perfil, presenta el
rostro joven, sin barba, y va vestido con ropa sobre los hombros, cubriéndose
con gorra. En el borde del medallón aparece una inscripción de la que se ha
podido identificar las palabras CAROLUS REX HISPANORUM… Si la efigie del
Emperador no lleva barba, nos remonta a una fecha anterior a la Batalla de
Pavía (1525), momento a partir del cual sus retratos comienzan a ostentar una
corta barba. Destaca el hecho de no llevar el Toisón de Oro. Todo ello lleva a
pensar que se basa en un retrato anterior a la coronación imperial, aunque
posiblemente se aproveche su inclusión en el retablo para rendirle homenaje con
motivo de la misma, y por lo tanto en fecha cercana. Todo esto lleva a fijar la
ejecución de la obra hacia 1520.
La orla superior de
corpiño de la túnica tiene talado un tema clásico, repetido tres veces. Se
representa a una mujer arrodillada, cuyo cabello agarra un hombre por detrás;
una mujer semidesnuda corona a un personaje sentado en un trono, con un niño a
sus pies. Detrás de éste, un personaje sale del agua, con un árbol a su lado.
El modelo puede aludir a alguna escena de purificación de ritos religiosos
esotéricos antiguos.
Hay un problema a la
hora de atribuir estas esculturas. Sin duda alguna, el concepto estético es
propio de la escuela burgalesa en torno a Felipe Bigarny. Se advierte en la
forma de insuflar un concepto de belleza ideal, proporciones armoniosas y
equilibrio a una tradicional tipología gótica, según una tendencia iniciada por
el borgoñón y extendida desde su taller burgalés a la escultura castellana. De
ahí que no presenten un estilo lo suficientemente individualizado como para
poder atribuirlas a un maestro determinado. El profesor Martín González las
atribuyó a Guillén de Holanda. También hay relaciones con obras palentinas en
torno a Juan Ortiz el Viejo I, seguidor de Bigarny. Incluso también hay ciertos
parecidos con obras vallisoletanas del primer tercio del siglo XVI.
El sagrario se organiza
con un par de columnas abalaustradas que soportan un entablamento con cabezas
de serafines. La portezuela, de medio punto, lleva un relieve de le
Resurrección, rematado por una decoración mixtilínea con formas vegetales. Pudo
estar realizado por el autor de estas dos esculturas o por los entalladores del
retablo, siguiendo modelos de aquél.
Otro estilo claramente
diferenciado del anterior y de indudable paternidad aparece en la escultura del
Calvario del ático. En estas
esculturas domina el expresionismo crujiente, la artificiosa deformación y el
dinamismo impetuoso. En las mismas, se advierte uno de los primeros intentos de
nuestra escultura para sintetizar el gótico tradicional y el incipiente
manierismo. La escultura de San Juan viste túnica hasta los tobillos y manto
tremendamente convulso, arremolinado intensamente en torno al cuerpo, el brazo
izquierdo y el libro. La pierna se dispone en forzado contraposto y también es
muy brusca la posición de cuello y cabeza. Los rasgos faciales refuerzan el
dramatismo de la figura, con los ojos en disposición oblicua, la boca
entreabierta y la nariz recta. El cabello es aplastado con cortas guedejas que
caen por el cuello, a excepción de unos bucles ensortijados sobre la frente.
Las manos son de un tamaño desproporcionado en comparación con el cuerpo, quizá
para hacerlas más visibles desde la posición baja del espectador.
La concepción de la
Virgen es de un directo dramatismo, ante la espectacular actitud de la figura
arrebujada entre los complicados paños de la túnica, el manto y la toca. Se
compone en línea curvilínea muy forzada, cuya tensión se amplifica con el
escorzo pronunciado de la rodilla derecha y el efecto miguelangelesco del
hombro muy pronunciado. El rostro tiene las deformaciones fisionómicas
similares a la del San Juan. Se refuerza el patetismo con las lágrimas creadas
por la policromía, en un efecto muy gótico.
El Crucifijo, de canon
alargado, representa a Cristo muy pendiente de los brazos con el cuerpo
desplomado sobre las piernas, creando una serpentinata. La anatomía está bien
estudiada, aunque con deformaciones intencionadas para subrayar el efecto
expresivo. La cabeza es enjuta, con cabello de pequeños bucles aplastados y
guedejas caídas sobre el hombro derecho. La barba es puntiaguda. Los rasgos
fisionómicos son los característicos de las anteriores esculturas. Hay una
técnica abocetada, sin excesivos detallismos, como si se buscara más la
impresión visual desde la lejanía.
Todos estos rasgos
estilísticos apuntados son propios de una estética berruguetesca. Una serie de
razones llevaron a Parrado del Olmo a atribuirlas a Alonso Berruguete: en
primer lugar, la técnica impresionista, abocetada, con incorrecciones técnicas
(las llamadas chupecerías berruguetescas), pero de fuerte efecto expresivo, es
la propia del escultor. En segundo lugar, estas esculturas del Calvario, pese a
su aparente goticismo expresionista, muestran un estilo muy avanzado que conoce
las corrientes más modernas de Italia. La presencia en la obra del entallador
Pedro de Guadalupe refuerza esta atribución, pues se conoce que ambos artistas
mantuvieron buenas relaciones, incluso laborales. Finalmente hay que señalar
las coincidencias en la tipología de este Calvario con otras obras del
escultor, como por ejemplo el del retablo de La Mejorada de Olmedo.
LA PINTURA
En las tablas del
retablo aparecen claramente diferenciadas, al menos, tres personalidades. Uno
es Juan Soreda. Le distingue su miguelangelismo, como revelan sus obras
principales en el retablo: el Rey David
y la Sibila Frigia. Se vale
frecuentemente del desnudo, tanto masculino como femenino. Le pertenecen las
tablas indicadas y las de la Tortura de
San Pelayo, la Decapitación de San Pelayo, el Descendimiento, la Coronación de
la Virgen, al Epifanía, Santiago Apóstol, María Magdalena, María Egipciaca, San
Juan Evangelista, San Pablo y San
Antonio de Padua. Debajo de la tabla de San Juan Evangelista aún se ve una
escena de Venus y Cupido.
Un segundo maestro
acredita una formación leonardesca, directamente adquirida en Italia. Los
colores tornasolados y unas elegantísimas manos figuran entre sus
características. No hay duda de que ambos maestros conocen el banco de retablo
de la parroquia de Paredes de Nava, obra de Pedro Berruguete. La composición de
la figuras del banco de Olivares procede de dicho retablo, pero asimismo es la
fuente para los colores rojo y verde, resueltos con calidad de esmalte. Sin
embargo, las letras de las filacterias, los fondos de jaspes y el estilo de las
figuras menudas secundarias, acreditan a dos manos distintas. Esto, no
obstante, hay evidencia de que las dos series de pinturas se hicieron en
talleres próximos, pues hay relaciones. Este maestro es el responsable de las
tablas de Jeremías, Isaías, Salomón,
Daniel y Balaán, en el banco; San
Pelayo en prisión, San Pelayo conducido a presencia de Abderramán, San Pelayo
rechazando las seducciones de Abderramán y la Recomposición del cuerpo de San Pelayo. También le pertenecen
las tablas de la Anunciación, la
Presentación y San Agustín.
Un tercer maestro, de
menor calidad, muestra una formación limitada a Castilla. Su paleta es de color
terroso y el dibujo poco preciso. Hace las tablas del Nacimiento de Jesús, Dormición de la Virgen, Oración de Huerto, Camino
del Calvario y Entierro de Cristo.
La tabla de Cristo ante Pilatos recuerda al Maestro de Becerril, pero puede ser
de este tercer maestro, lo mismo que el Descenso al Limbo, pieza de mayor
categoría que las citadas.
Es explicable que hayan
participado varios pintores, pues el número de pinturas es elevado (cincuenta y
una). El mayor número pertenece a Juan Soreda y al maestro leonardesco. Sin
duda el más relevante maestro es Juan Soreda, cuyo autorretrato puede que sea
el del personaje situado a la derecha, junto a un soldado, en el cuadro de la Decapitación de San Pelayo. Mira hacia
el espectador de una manera significativa, tal como se disponen habitualmente
los retratos que los artistas introducen en las pinturas.
Para finalizar me gustaría señalar la disposición de las tablas en el retablo:
En el banco se
representan a cinco profetas y una Sibila: Jeremías,
Salomón, el Rey David tocando el arpa, la Sibila Frigia, Daniel y Balzán, este último desaparecido a causa
de un robo que sufrió la iglesia. Todos los profetas portan filacterias con
inscripciones que facilitan su identificación. Sobre el fondo dorado de cada
panel se recortan las figuras de los personajes, con una preponderancia de
vivos colores rojos. Se trata de personajes efigiados de busto excepto en los
de las esquinas, en los que descubrimos unos cubos pintados en la cara visible
y en los enveses y, por cierto, más adelantados que el resto de los plafones.
El del lado del Evangelio alberga a San
Agustín, en el frente, y en los costados a San Lorenzo y San Jerónimo,
y el del tramo epistolar a San Gregorio
Magno en la cara frontal y a San Esteban protomártir y San Ambrosio de
Milán en los enveses.
El primer piso se narran
las vicisitudes de San Pelayo, si bien en los dos contrafuertes laterales están
plasmados, en el de la izquierda, San
Bartolomé, San Pedro y San Felipe y, en el opuesto, San Matías, San Pablo y San Marcos.
Ya recorriendo los cuadros que recogen la vida de San Pelayo, aparece por este
orden: San Pelayo en prisión, San Pelayo
ante Abderramán, San Pelayo rechazando los ofrecimientos de Abderramán, la
tortura del Santo, decapitación y, finalmente, reconstrucción de los pedazos del cadáver a cargo de monjes
benedictinos. Entre todos ellos de más calidad es el que representa el
martirio del santo. Es un cuadro plagado de escorzos, tanto en el protagonista
como en los verdugos. Las animadas baldosas del suelo contribuyen a dar
sensación de profundidad.
En los “cubos” del
segundo piso se sitúan las pinturas de Santiago
Alfeo o el Menor, San Juan Bautista
y Santo Tomás, todos ellos en el lado
del evangelio, y en el de la epístola María
Magdalena, Santiago Peregrino y San Antonio de Padua. Los temas
efigiados en este piso hacen relación a la vida de la Virgen: la Anunciación, Natividad, Dormición de la
Virgen, Coronación de María, Epifanía y Presentación
en el Templo.
En el tercer piso las
figuras representadas en los contrafuertes son San Antón, San Andrés y San Martín en el lado del evangelio, y María Egipciana, San Juan Evangelista y un santo
sin atributos ni tarjeta de identidad. Las historias narradas pertenecen a
la vida de Jesús: la Oración en el
Huerto, Cristo ante Poncio Pilatos, Camino del Calvario, el Descendimiento, el
Santo Entierro y el Descenso al Limbo.
En varias de estas tablas nuevamente volvemos a encontrar analogías con el
estilo de Juan de Flandes, concretamente en el Santo Entierro y el Descenso al
Limbo; esta última además ha sido relacionada por el profesor Martín González
con Luca Signorelli.
Ya en el ático hallamos
dos grandes pinturas bajo arcos de medio punto adornados con cresterías y que
retratan ángeles portadores de
instrumentos de la Pasión.
BIBLIOGRAFÍA
- MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José: “Actualidad del retablo mayor de Olivares de Duero”, B.S.A.A., Tomo LIII, 1987, pp. 372-374
- MARTÍN JIMÉNEZ, CARLOS: Retablos escultóricos: renacentistas y clasicistas, Diputación de Valladolid, Valladolid, 2010
- PARRADO DEL OLMO, Jesús María: “Pedro de Guadalupe y Alonso Berruguete en el retablo mayor de Olivares de Duero (Valladolid)”, B.S.A.A., Tomo LIII, 1987, pp. 243-258
- PARRADO DEL OLMO, Jesús María: “El origen de una medalla de la Asunción de Olivares de Duero (Valladolid)”, B.S.A.A., Tomo LVII, 1991, pp. 331-332